Millones de personas se desplazan durante todo el año a lo largo y ancho del mundo por muy diversas razones, en viajes largos y cortos. Parece como si el viajar, el desplazarse de un lugar a otro, fuera una característica esencial de la naturaleza humana. Si no lo es por naturaleza, la historia nos ofrece abundantes testimonios del nomadismo de los seres humanos. Unos lo hacen por razones de negocios, otros movidos por la urgente necesidad de salir de la miseria, de la guerra o de la persecución; el explorar nuevas tierras ha empujado a muchos a emprender largos viajes con un incierto destino. La fe también ha movido y mueve a encaminarse hacia lugares donde lo sagrado se manifiesta de forma especial.
Las vacaciones de verano propician el viajar por viajar, el viajar para conocer otros lugares, para romper la rutina cotidiana y ensanchar el campo visual, la mente y el corazón. Porque los viajes ensanchan la mente y son una forma de disolver los prejuicios que albergamos sobre otros grupos humanos. El escritor americano Mark Twain concluye con su habitual ironía el relato de uno de los primeros viajes organizados de la historia –en la segunda mitad del siglo XIX–, en el que participó: «Viajar es nefasto para el prejuicio, la intolerancia y la estrechez de miras; y muchos de los nuestros lo necesitan desesperadamente por ese motivo». Mahatma Gandhi consideraba que los viajes constituyen «el lenguaje de la paz».
Pero este ensanchamiento de la mente y del corazón no se produce automáticamente. Depende de la actitud con la que uno inicie y establezca el contacto con las nuevas tierras y sus habitantes. Algunos convierten el viaje en un objeto de consumo y viajan más para contarlo a los amigos y conocidos que para el disfrute y el enriquecimiento personal. Es lo contrario a una actitud de respeto y empatía hacia las gentes de los lugares que visitamos. El buen viajero no va a enseñar ni a exhibir su autosuficiencia ni su chovinismo, sino a ver, escuchar, aprender y compartir con sencillez; ligero de equipaje y ligero de prejuicios.
Porque el objetivo del viaje no es contarlo a los demás, sino contárselo a uno mismo, para vivenciar con tranquilidad la experiencia. Es permitir que las tierras y personas visitadas entren en nuestro interior y se conviertan en algo nuestro. Lo importante no es llegar a zonas remotas y exóticas. Existe un turismo más sencillo, pero no menos enriquecedor, como es viajar a zonas rurales para pasar varios días o semanas. Comprobaremos que esa España vaciada, necesitada de auxilio urgente y que ha lanzado varios SOS, no está, en realidad, vacía del todo, sino llena de los valores de las personas que la habitan y de la diversidad de paisajes y tradiciones. Son lugares donde el tiempo se remansa y el reloj avanza a un ritmo más sosegado que en la ciudad. Sin idealizar ni llegar a una exaltación romántica de lo rural y de lo primitivo, el urbanita –adulto y niño– necesita este acercamiento y contacto directo con la naturaleza y con las expresiones más genuinas de la vida.
No todos son viajes de placer
Pero no todos pueden disfrutar de un viaje vacacional, bien por padecer alguna enfermedad, cuidar un enfermo, no poder interrumpir el trabajo o, simplemente, por falta de recursos económicos. Tampoco todos los viajes son viajes de placer. Los cruceros y los yates de recreo no son las únicas embarcaciones que surcan el Mediterráneo. Muchas personas lo hacen, a la desesperada, en las nada confortables pateras, sobrecargadas hasta el riesgo de naufragio por seres humanos que huyen de la guerra, del hambre o de la persecución, intentando alcanzar las costas de Europa, donde no son recibidos, precisamente, con los brazos abiertos.
El ser humano es el único animal que puede viajar mentalmente a lo largo del tiempo. Viajar hacia el pasado, estimulados por los lugares que visitamos, lejos de las comodidades y seguridades de nuestra residencia habitual; volver al pasado para navegar con mayor seguridad y firmeza hacia el futuro. El viajar ha sido considerado también símbolo del viaje interior, del encuentro con uno mismo y con Dios.
Dice el escritor norteamericano y viajero incansable Herman Melville, que «el viaje es para un espíritu noble como un renacimiento. Tiende a enseñarnos una profunda humildad, ampliando nuestro altruismo hasta abarcar la humanidad al completo». Unre-nacimientopersonal y espiritual, es decir, la posibilidad de un encuentro con lo más auténtico y profundo de uno mismo, a la vez que un tiempo propicio para el cultivo espiritual. El contacto con la naturaleza, la lectura reflexiva de un buen libro y la conversación reposada facilitan esta terapia psicológica y espiritual que pueden llegar a ser los viajes.