Vía crucis 2022: en las manos del Padre - Alfa y Omega

Vía crucis 2022: en las manos del Padre

Carlos Pérez Laporta

Únicamente Juan repara en el momento en el que Jesús coge la cruz. El resto da «por supuesto que nadie carga con ella. Las cruces no se cogen. La cruz te la tiran encima, te la imponen, te aplastan con ella». El sacerdote de la archidiócesis de Barcelona Carlos Pérez Laporta (@cperezl19) habla de tú a Tú a Cristo en este camino hasta el Gólgota que, junto al ilustrador Luis Ruiz del Árbol (@fromthetree), ofrecen a los lectores de Alfa y Omega. Nos ponen en el lugar de la Madre, que, como madre, «sufre en sus carnes más dolor, más impaciencia, más desesperación por sus hijos que ellos al sufrir»; en el del cirineo, «que se esfuerza por acabar cuanto antes», o en el de la Verónica, en cuyo gesto de amor «estaba contenida toda la promesa del Padre». Jesús muere y, sin Él, el mundo se asfixia. Resistimos. Te esperamos.

1
Jesús es condenado a muerte

«Lo entregó para que lo crucificaran». ¿Quién lo entrega? ¿Quién lo condena? Ha sido la voz de Pilato cediendo a la presión, despreciando su mirada inocente. Ha sido la voz del populacho exigiendo a gritos la crucifixión. Ha sido la voz del sanedrín acusándole de blasfemia, cegado a la verdad de su palabra. Ha sido la voz de Pedro, que acobardado lo negó ante aquella mujer. Ha sido la voz de Judas, al envenenar con palabras de traición su beso. Ha sido la voz de tantos fariseos, escribas y sumos sacerdotes, con sus preguntas capciosas y sus planes homicidas. Y fue también la voz de Herodes, que mandó regar con sangre su tierra natal. Es la voz congelada de Simeón, clavada en el corazón de María. Fue la propia voz de Jesús la que pronunció la condena; brotaba desde su garganta ardiendo de su interior como un vómito de sangre negra. No… no es esta la primera vez que la escucha. La ha escuchado desde siempre. Esa condena es un presagio oscuro tan antiguo como el mundo, como una tenebrosa nube que amenaza la Luz en el horizonte. Muchas voces hicieron resonar la única Voz. La de su Padre al principio de todo. Fue Adán el condenado; pero fue Él el que la escuchó en Adán. Por eso, ahora escucha reverberar la condena en el interior de Adán, en la voz de los hombres –también la mía–.

2
Jesús carga con la cruz

«Él, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario». Solo Juan repara en este momento. Quizá porque los demás no estaban ahí; quizá porque seguían demasiado lejos, atemorizados. Pero quizá también porque nadie diría que Tú llevabas la cruz. Nadie te habría visto cogerla, porque nadie habría atendido a ese preciso momento en que la miraste y decidiste llevarla. Fue demasiado breve. Fue un instante, un detalle, una mirada. Y nadie habría reparado en ello porque dieron por supuesto que nadie coge su cruz y carga con ella. Las cruces no se cogen. La cruz te la tiran encima, te la imponen, te aplastan con ella. En la cruz solo hay pasión, pasividad, puro padecimiento. La cruz es sumisión, abolición de la voluntad. ¡Nadie la puede coger! ¡Y menos Tú, con tu cuerpo derruido y tu espíritu desangelado! Nadie diría que eres Tú quien la lleva. Ni siquiera puedes cogerte a Ti mismo. Te arrastras. No te quedan fuerzas. Pareces una víctima fatal de los acontecimientos. Pero Juan, el discípulo amado, te ha visto cogerla. Tiene la mirada del águila. Ve lo lejano, lo profundo, lo que nadie alcanza a ver. Lo ve porque estuvo recostado en tu pecho, cuando decidiste asumir la traición de Judas, y también la mía. Por eso te ha visto coger la cruz, amarla, besarla, hacerla tuya.

3
Jesús cae por primera vez

Caes porque la cruz pesa demasiado. Te desplomas porque tienes el cuerpo destrozado y no te quedan fuerzas. Te derrumbas porque te empujan y escarnecen, porque no te dejan respirar. Pareces obligado a caer y, sin embargo, eres Tú que te dejas caer. Llevas dejándote caer desde que saliste del Padre. Por eso tu caída es infinitamente más profunda, porque caes desde lo alto. Nosotros vivimos a ras de suelo, hechos a la caída. Somos casi solo tropiezo, casi pura decadencia. Pero Tú te despojaste de la fuerza divina para desmoronarte desde el cielo. No bastaba con bajar a la tierra, querías descender más abajo, más al fondo. Querías derrumbarte para estar donde estamos, en cada una de nuestras caídas. Cargar la cruz significa dejarte hundir por ella, desvanecerse de pura impotencia. Cargar con la cruz significa descender a nuestros infiernos cotidianos, ahí donde la tierra nos ahoga. Ahí donde los pulmones se llenan de polvo. No eres polvo, pero te sumerges en él. Desde abajo miras al cielo tras las caras descompuestas de tus acosadores. Desde ahí abajo parece mucho más lejano, mucho más frío. No parece alterarse por tu caída. Pero esa lejanía te llena de esperanza. Para ser un signo en el cielo, debías serlo en el abismo. Esa es la paradoja de tu descenso: cuanto más abajo, más arriba; cuanto más abandono, más salvación. Cuanto más bajo caes, más caídos alzas contigo. Cuanto más desciendes, más cruces levantas. Por eso te recompones. Te han golpeado para que te levantes y sigas. Creen que su violencia es la que te obliga reaccionar. Creen que son ellos los que levantan. Pero eres Tú el que los yergues a ellos. Creen que te humillan, pero Tú los estás ensalzando.

4
Jesús se encuentra con la Virgen

Nada nos cuenta Lucas de este encuentro. Ni siquiera lo hace Juan. Quizá ella no quiso contarlo. Tal vez no pudo. ¿Quién podría poner palabras a aquel desgarro? ¿Quién podría someter el propio corazón destrozado a la lógica? No había palabra capaz de absorber ese sufrimiento. Solo quien supera el dolor puede contarlo. Solo quien lo integra y digiere puede verbalizarlo. Pero el suyo había sido excesivo. Aquel dolor la había llenado de silencio. La había forzado a enmudecer. Más que todas las palabras del ángel. Más que todas tus palabras. Por ello, como tus heridas de crucificado permanecen por siempre, así la espada permanece atravesada en su alma. Semejante dolor no podía dejarse sencillamente atrás, no podía ser superado. ¿Era su dolor más grande que el tuyo? Era el mismo, porque era tu dolor que le dolía. Pero nadie había tenido una pena como la tuya. Pero, por lo mismo, ninguna madre había tenido que ver padecer así a un hijo suyo. Por eso, quizá durante unos instantes, pudo María sentir más dolor que Tú. Porque Tú eras hijo suyo… y ella, tu madre. Y las madres sufren en sus carnes más dolor, más impaciencia, más desesperación por sus hijos que ellos al sufrir. Es un dolor insoportable, en el que la madre no quiere otra cosa que intercambiarse por el hijo y dejarse inmolar. Sí, María quiso cambiarse por Ti, sufrir por Ti. Tú lo sabías. Por eso la buscabas impaciente entre la gente. Quisiste hacerte cargo de su sufrimiento también. Con una mirada la consolaste. Porque en tus ojos recordó que no eras solo su hijo, que antes eras el Hijo. Supo que su dolor también te pertenecía, que también ella se salvaba por Ti. Lo supo al contemplarte y, humilde, te dejó sufrir por ella.

5
El cireneo ayuda a cargar con la cruz al Señor

Tan sufrido es tu paso que comienzan a pensar que no llegarás. No vamos por la mitad del camino, y parece que no vayas a completar tu misión. No has querido dejar nada por entregar. Has deseado vaciarte. Has pretendido apurar la copa. Entonces empujan contra Ti a este hombre. Estás tan despojado de todo que te abandonas a sus fuerzas, porque estás en manos del Padre. Él te lo ha dado. Abandonarte al Padre significa también ponerte en manos de este hombre desconocido, dejar que complete lo que le falta a tu cruz. Notas su asco. Agarra esta madera sin querer tocarla. Se esfuerza para acabar cuanto antes. Por eso le pesa tanto. Le pesa la mirada de la gente. Le pesa la amenaza de los soldados. Está obligado. Es un peso muerto para él. Es un sacrificio absurdo. Es puro dolor. Puro castigo. ¡Que pase rápido! No quiere saber quién eres. No se atreve a mirarte. No quiere saber nada de todo esto. Tiene que terminar y olvidarte para siempre. Las prisas agravan el peso del leño. Parece que tenga menos fuerzas que Tú. Pero te ha escuchado susurrar. No ha llegado a distinguir las palabras, pero ese hilo de voz ha desgarrado su corazón. No había resistencia. No había impaciencia ni desesperación. Era ternura. ¡No puede ser! Te ha mirado indignado, reclamándote rebeldía. El hombre debe sublevarse ¡En eso consiste ser hombre! Ante el sufrimiento, el ser humano lanza el puño cargado de odio contra el cielo. Pero tus ojos rezuman compasión. Tu mirada le ha desarmado, ha destruido todas sus resistencias. No entiende nada, pero has conmovido sus entrañas. Comienza ahora a tomar la cruz por Ti. Nota que la cruz se aligera mientras tu mirada va fondeando en su interior. Tu yugo, ahora, es suave.

6
La Verónica enjuga el rostro de Jesús

La muchedumbre se agolpa en cada esquina. Quieren espectáculo y frenan la marcha. A nadie le importa tu dolor. No te dejan avanzar, y los soldados tienen que abrir paso a golpes. Aprovechando el momento, una mujer se te acerca en mitad del barullo. No lo hace para golpearte. No te insulta. Tampoco te escupe. De su manga saca un paño y limpia tu rostro. El gesto parece insignificante entre tanto dolor. ¿Qué hace un instante de ternura frente a todo el odio de la humanidad? ¿Qué puede una gota de afecto en ese mar de dolores? Lo normal es que no hubieras podido siquiera notar cómo te tocaba. Pero alguien te ha tocado. Tú lo has notado más que todos los golpes. Porque ella te ha tocado con fe. Te conoce. Te ha buscado y te ha tocado con amor. Porque el universo entero no vale lo que un segundo de caridad. Porque el infierno no quema como la chispa del amor divino que arde en el corazón de esta mujer. Tu corazón ha descansado un instante. El Padre te ha abandonado para que te dejes caer en sus manos. Para que reposes tu cabeza también sobre las manos de esta mujer. Es solo un signo. Sigues sudando y sangrando, pero en ese pequeño gesto estaba contenida toda la promesa del Padre. Te mira llorando. Has marcado con tu rostro aquel paño que ahora ella aprieta fuerte contra su pecho. Nunca se borrará aquella imagen. Nunca podrá olvidar. Tu faz se ha imprimido para siempre en su memoria. Quien hace pequeños gestos de amor en medio de grandes tormentos, conserva en su interior la dulzura de tu semblante. Tu rostro no se esconde a esos corazones. Te ven en cada enfermo, en cada pobre. Tu sangre es su sangre. Tus lágrimas son sus lágrimas. Van limpiando tu rostro por todo el mundo.

7
Jesús cae por segunda vez

Tú quisiste caer. Con la primera caída pudiste tocar el fondo de la naturaleza humana. Pero hay un tipo de profundidad que no es vertical. Si querías llegar a lo más bajo debías saborear otro tipo de hondura. Porque la decadencia humana se abisma cuando repite la caída. No solo nos desmoronamos hacia abajo, sino también hacia delante. Probamos los bajos fondos de la historia cuando comete los mismos errores. Cuando pensábamos que ya habíamos salido del hoyo, que habíamos entendido y que no volveríamos nunca a tropezar con lo mismo… ¡volvemos a caer! Por eso el mal repetido es más oscuro. Porque le circunda la sombra de una sospecha. Cuando reincide el hombre, comienza a mirarse a sí mismo con suspicacia. Empieza a desconfiar de sus propias fuerzas, de su integridad moral. Con las segundas caídas comenzamos a despreciarnos. Por eso quisiste volver a caer. Debías probar ese sabor del desprecio de la humanidad. Querías mostrar al hombre que estabas con él en cada caída. Que no te bastaba con haber descendido y ascendido una vez. Querías hacerlo todas las veces, cada vez. Tu descenso atraviesa también la historia. Tu sangre sigue corriendo ahora. Tú sigues cayendo para seguir ascendiendo. No era suficiente con indicar el camino hacia el Padre. Querías recorrerlo con nosotros todas las veces. Pero al derrumbarte de nuevo todo se renueva. Si caías con nosotros para levantarte con nosotros, cada caída sería un nuevo inicio. Cada caída, un principio absoluto. Porque ya no caeríamos en nuestras profundidades, sino en las tuyas. Ya no nos volvemos a levantar siendo los mismos, porque nos levantamos contigo. El que se levanta no es igual que cuando volvió a caer. Es una criatura nueva.

8
Jesús consuela a las hijas de Jerusalén

«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». Has escuchado llantos entre tanto ruido, en medio del griterío. No hay muchas cosas que te turben tanto como el llanto de una mujer. Cuando ya no te quedaba voz, cuando no te quedaban energías, la compasión por su llanto te ha dado un impulso. Ha hecho brotar de tus entrañas esas palabras tan nítidas. No hace mucho tiempo, a la entrada de Naím, oíste llorar a otra mujer. Su dolor te hizo parar en el camino. Lloraba por su hijo, que había muerto. Pero a ella le dijiste: «Mujer, no llores». Estas de ahora lloran por ti, que mueres. Por eso Tú ahora las mandas llorar por sus hijos, que viven. Aquella no debía llorar por su hijo porque debía alegrarse por Ti. Si Tú estás vivo, no hay muerte que pueda desconsolarnos. Si Tú vives, la muerte no puede nada. Pero ahora que mueres, ahora que desapareces, la muerte nos sobrecoge. Si Tú no vives, debemos temer por nosotros y por nuestros hijos. Si Tú mueres, la muerte nos acecha a cada paso. Si el enemigo te vence a Ti, ¿qué no hará con nosotros? Si la muerte puede con la Vida, ¿qué no podrá con el hombre, que es como la hierba, que hoy crece y mañana se seca? «Si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» Sin tu Vida la muerte se apodera de todo, y la nada ensombrece el mundo. Entonces solo nos queda llorar. ¿Cómo podrían consolarnos tus palabras de ahora? Porque, si mueres, quizá la Vida está al otro lado de la muerte. Porque quizá es muriendo que vences la muerte. Entonces, lloraremos la muerte de nuestros hijos al tiempo que deseamos «decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros!». Podrá dolernos la muerte a la vez que anhelamos el fin.

9
Jesús cae por tercera vez

Parece la caída definitiva, pero te tienes que levantar. Experimentas ese secreto deseo de muerte que tiene el hombre en su desasosiego. El anhelo de poner fin al dolor, de acabar con sus errores. Porque la enésima caída consuma la sospecha. Tiene el sabor de la derrota definitiva. Cuando el hombre tropieza sin cesar asume que el lugar que le corresponde es el suelo. Erguirse fue solo una ilusión de inocencia o una estúpida soberbia. Al caer sin parar pensamos que no estamos hechos para andar erguidos, que somos pura corrupción, que no merece la pena volver a levantarse. Remontar es un esfuerzo pesado, lento, esforzado. Reconstruir es difícil. Pero se cae rápido. La destrucción es veloz. ¿Por qué seguir levantándonos? ¿Por qué no vivir en tinieblas? Ahí también quisiste caer, en el confín de las fuerzas humanas. Porque solo cuando el hombre desespera de sus propias fuerzas, puede llegar la verdadera esperanza. Cuando ya no espera de sí mismo, cuando desespera de sí, comienza a esperar a Dios. Ahí puede el hombre asumir que sin Ti no podemos hacer nada. En esa caída comprende el hombre que solo contigo lo puede todo. Porque ya no se levanta por él y para él. Se levanta por Ti y para Ti. Por Ti vuelve a echar las redes. Porque cuando te encuentra en el abismo, aún puede esperar, ya no puede desquiciarse, porque Tú le haces esperar. Tú llenas de esperanza la desesperación. La tiniebla no es oscura para Ti. Podría caer mil veces más, que si Tú estás ahí… Puede y debe seguir creyendo que merece la pena levantarse. Si Tú estás ahí, podrá creer que está hecho para lo alto, que nació para llegar al cielo. Si Tú vas a buscarlo nunca podrá creer que es un habitante del abismo.

10
Jesús es despojado de sus vestiduras

No solo tratan de denigrarte con golpes. No solo te abajas renunciando a tu fuerza. También pretenden humillarte despojándote de tus vestidos. Quieren hacer ostentación del escarnio. Quieren dejarte a la intemperie; quieren que el viento, el polvo y las miradas te alcancen con total impunidad. Echan tu ropa a suertes, porque ahí donde vas ya no la vas a necesitar. Desnudo viniste al mundo y desnudo te has de ir. Pero también esto lo quieres. Porque Tú supiste de tu desnudo y no sentiste vergüenza. Te destapas para consumar la revelación. El mundo necesita ver tu cuerpo destrozado. En tu carne habita la plenitud de la divinidad. Tu cuerpo es la imagen del Padre. Porque al Padre nadie lo había visto jamás. Solo Tú nos lo podías dar a conocer. Por eso convenía destapar tus heridas. Convenía que el mundo viese tu carne lacerada. Porque el destrozo de tu cuerpo no desdibuja al Padre. Todo lo contrario: en cada grieta se adivina el amor del Padre. En tu cuerpo la carne está abierta, ya no oculta al Hacedor. Al abrirse tu cuerpo en cada corte, al hincharse en cada golpe, se desvela más amor que en el más perfecto ser que Dios haya formado. En verdad, tus daños no son deformación, porque no son resultado de los golpes. Son, sobre todo, el efecto de tu entrega. Por eso, son manifestación del amor que está más allá de todas las formas. Tu cuerpo ajado es la forma del amor consumado, de la vida entregada hasta el fin. Por eso, en Ti se destapa la verdad de todos los cuerpos: expresión del amor, puro ofrecimiento. Ya no tiene de qué avergonzarse. Por ello, el mundo necesitaba ver tu cuerpo, hechura del amor dolido. Necesitamos ver tus heridas, que son nuestras heridas.

11
Jesús es clavado en la cruz

Entre tropiezos, pero has dado Tú los pasos que te han conducido hasta aquí. Has sido Tú quien se ha movido hasta esta colina. La cruz la has cargado Tú. Tú sostenías el instrumento de tortura. Sin embargo, ahora, la cruz te tiene que llevar a Ti. Ella te va a sostener. Y ella, a diferencia de Ti, acabará exhausta. Ni cederá a su propio peso, ni tropezará. Es madera muerta, y la muerte es incansable, inconmovible. Te amarran a ella, para que no te muevas. Te atraviesan la carne, hundiendo tres fríos clavos en tus manos y en tus pies. Cada golpe de martillo te hace temblar de dolor. Gritas con las fuerzas que te quedan, con la voz que te queda, «en soledad sonora». Todavía quedaba dolor por sentir; en tu cuerpo aún cabían estas heridas. Esto es todo lo que te queda: dolerte y gritar. Estás tan sujeto a la cruz que casi se diría que sois una misma cosa. Apenas te puedes mover. Te impulsas unos centímetros hacia arriba con las rodillas para coger algo de aire unas cuantas veces. Pero estás exhausto. El dolor comienza a paralizarte, a desfondar ese impulso que aún te permite seguir respirando, que te mantiene con vida… Porque, sí, aún debemos llamar vida a esto. Es la vida que se hace muerte. Es la vida que vive la muerte. Porque incluso al inmovilizarte con clavos, al paralizarte en el leño, eres Tú quien mueres. Te has dejado clavar en la cruz. Quizá seas Tú el único hombre al que no pudo sobrevenir la muerte. Eres el único hombre que no se limita a morirse. Padeces tu propia acción de dejarte en manos del Padre. Sí, en la sujeción a la cruz, tu inacción opera la salvación. Sí, con los clavos te dejas aferrar con fuerza por las manos del Padre.

12
Jesús muere en la cruz

Has expirado. De tus labios ha brotado tu último aliento. Tu vida era ese aliento. Tu cuerpo ya no contiene tu vida. Tu cuerpo está sin vida, porque has encomendado tu espíritu en manos del Padre. Tú eras ese aliento que ha dejado tu cuerpo. Por eso ya no estás aquí, en tu cuerpo. Ya no eres tu cuerpo. Por eso tu cuerpo, sin ese aliento, ya no vive. Estás muerto. Ya no estás. Has dejado tu cuerpo y no sabemos dónde te han puesto. Tú eras tu cuerpo alentado por ese soplo… ¡Y no solo tu cuerpo! Tú eras el soplo de vida que alentaba todos nuestros cuerpos. Tú eres nuestra vida. Por eso, con tu muerte, hemos muerto todos contigo. Sin Ti nos puede el desaliento. Tu respiración dio vida al mundo. Tu vida era la Vida. A María le bastaba escuchar el ritmo frágil de tu respiración en el pesebre para vivir. Podía pasar horas observando tu cuerpecito alentar entre sueños; pero, si por un instante no te oía, se le cortaba la respiración. Nosotros hubiéramos tenido suficiente con tenerte cerca en la barca, con sentir tu plácida respiración mientras dormías en mitad de la tormenta. No te habríamos vuelto a despertar. Incluso nos hubiéramos conformado con el entrecortado jadeo de tu agonía final. No era necesario escucharte hablar, nos bastaba escucharte respirar en tus silencios. Pero ahora es la muerte que te ha acallado. Después de tu último suspiro ya no se oye nada. Se ha parado el corazón del mundo. Hace unos segundos que Tú no respiras, y a nosotros ya nos falta el aire. Nos ahogamos. Sin Ti, el mundo se asfixia. Nuestro cuerpo se entumece, casi no podemos movernos. El mundo se ha helado en el blanco de tu cuerpo. El mundo se ha quedado sin Vida.

13
El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz

A Ti no te han podido bajar de la cruz. No he podido recuperar tu Vida. Por eso, al rescatar tu cuerpo inerte he sido aprisionado. Me ha capturado tu muerte. He sido encerrado en ella; no puedo escapar. Tu cuerpo muerto es la cárcel de mi alma. «Siento más tu muerte que mi vida». No hay nada mañana, y casi no queda nada de ayer. Tu muerte nos es un sinvivir. El mundo entero se ha convertido en el nicho tu ausencia. Pero junto a María en nada queda mi dolor. Ella sostiene tu cuerpo sobre su regazo, abrazándolo contra su pecho. Sus lágrimas me destrozan. Ver tu muerte espejada en su gesto alarga la crueldad de esta tortura. Su rostro es la lápida de tu cuerpo, la expresión de la muerte. No quiere soltar tu cuerpo. Lo aprieta tanto que parece que quiera devolverlo a sus entrañas. Es el impulso irrefrenable de su esperanza virginal. No olvida cómo fuiste engendrado. Un día, su cuerpo dio vida a tu cuerpo. Un día a tu vida le bastó su vientre intacto para surgir prodigiosamente. Desde entonces se acostumbró al milagro. Bastaba el refugio de su cuerpo para ver florecer el tuyo. Ella te alimentaba. Sus pulmones te hacían respirar. Su vida fue suficiente para hacerte vivir. Sin embargo, la comunicación de vuestros cuerpos ha cambiado. Ya no hay comunión. La muerte ha interrumpido la relación. Hoy tu muerte le quita la vida. Tu cuerpo desecado embebe el suyo. Su cuerpo fue refugio ayer; hoy refugio de tu vida; el tuyo es hoy el sepulcro de su muerte. No se resiste. Se deja sepultar bajo el peso de tu muerte. Quiere morir contigo, buscando tu vida «por detrás de la muerte». ¡Tú lo prometiste! Quien pierda su vida por Ti, salvará su vida. Y su Vida eres Tú.

14
El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro

El sepulcro es de José, el de Arimatea. Él ha conseguido permiso de los romanos para custodiar tu descanso eterno. Para llegar hasta allí arrastran la camilla que sostiene tu cuerpo inmóvil. Tú no puedes levantarte y tomar tu camilla. Otros lo hacen por Ti. El paso es lento, como si no se tuviese la intención de llegar. Te han cubierto con un manto. Asoma por el lateral una mano, que se mueve con las irregularidades del suelo. Es un movimiento sin vida, puro efecto. Es la muerte «que mueve pieza», que se ríe de nosotros. Al llegar entramos en el sepulcro. Está vacío porque es nuevo. Nunca nadie fue enterrado allí. Hasta en tu sepultura estás solo. Es como si tu muerte fuese aún más honda, como si tu sepultura necesitase estar a más profundidad, en la tierra. La muerte de la Vida solo puede anidar en la raíz del ser. A donde Tú vas nadie puede seguirte. Tu muerte es más muerte que ninguna otra muerte. Tu muerte es la muerte de los muertos. Tu muerte parece la defunción de la esperanza de los muertos. Tu desciendes a lo más hondo de los infiernos. Tu cuerpo debe ser preparado para el descenso. Al lavarlo, las manos no pueden dejar de tropezar con tus heridas. La sangre se ha secado, y no es posible lavar con suavidad. Con temor se lava tu tan resquebrajado cuerpo. Al acabar te envolvemos con un manto. Ya no vemos tu cuerpo. Es la hora de tapar el sepulcro con la piedra. Preferiría cerrarla desde dentro, para morir contigo. No quiero concluir esta tumba y seguir la vida. ¿Cómo dejarte atrás en el tiempo? No podemos hacer de Ti un monumento. No puedes ser un puro recuerdo. No puedes ser un algo del pasado, encerrado en un memento de piedra. Resisto. Te espero.