El vía crucis, el camino de la cruz, nos habla de historias entrelazadas. La historia de Jesús y su Pasión, tan llena de hondura. La historia de quienes, al tomar postura, eligen ser sus jueces, verdugos, espectadores o amigos. Y nuestra historia presente; la de tantos hombres y mujeres que, hoy en día, recorren ese mismo camino y eligen en qué lado van a posicionarse; y la de cada uno de nosotros, siempre en la encrucijada de aprender a vivir como Jesús, o darle la espalda y contribuir a seguir crucificándolo.
Se nos invita hoy a contemplar ese mismo camino. A recorrerlo con Él, no como espectadores, sino, al menos, como testigos. Para poder dar fe de lo que vemos y oímos, de lo que aprendemos y lo que seguimos creyendo, también hoy.
I / Jesús es condenado a muerte
Un veredicto que cuando se emite tiene algo de definitivo: «¡Culpable!», le dicen a Jesús. Lo condenan a muerte. Y lo es, es culpable. De amar sin condiciones. De proclamar unas bienaventuranzas que dejan a los débiles cargados de esperanza, pero inquietan a quienes construyen su seguridad sobre el poder o la violencia. Culpable de tratar bien a los maltratados. Culpable por decir verdades difíciles, por mostrar un rostro de Dios que desborda a quienes quieren domesticarlo y encerrarlo en ideas encorsetadas. Culpable de agacharse a lavar los pies de los otros, en lugar de esperar a que siga vigente el orden lógico de las cosas.
¡Sí! Todos somos culpables de algo en la vida. O, al menos, responsables… Decidimos cómo queremos vivir. Elegimos una lógica. Optamos por unos valores. Proclamamos, con nuestras palabras, y sobre todo con nuestros hechos, unas verdades. Eso nos llevará a ser bien o mal vistos. Las decisiones de cada uno tienen consecuencias, en la vida propia y en las vidas de los otros. Ojalá nos atreviéramos a ser culpables de amar a su manera. Pero no es fácil. Porque siempre habrá dispensadores de veredictos, jueces de vidas ajenas, interlocutores cerriles, defensores ciegos de privilegios e injusticias, decididos a etiquetar, marcar y condenar a quien se salga de sus expectativas, categorías y seguridades.
II / Jesús carga con la cruz
Ahí está Jesús. Carga con un madero. Camina con dificultad. Lleva un peso difícil. No puede andar ligero. Toca soportar la carga. El madero de ahora es el resultado de las decisiones que tomó antes. La decisión primera de echarse al camino, de anunciar a un Dios diferente, de sentarse con los intocables, de celebrar con júbilo la vida… La decisión posterior de seguir cuando las cosas se ponían cuesta arriba. La decisión última de no huir en el huerto, cuando pareció presentarse la oportunidad de dar un paso atrás… Ahora toca llevar la cruz…
Como tantas personas que llevan su vida a cuestas. Como quienes han tomado decisiones que tienen sentido, aunque a veces impliquen esfuerzo o un sacrificio no siempre fácil. Nuestra cruz existe. Pequeños o grandes compromisos que conllevan costes personales y vitales, cargas de las que a veces uno preferiría desentenderse… Esfuerzos, rutinas, renuncia, servicios, tiempo entregado, consecuencias no deseadas de opciones necesarias. Cargar con la cruz es tomar en serio la vida, sin pretender quedarse solo con la parte liviana. Es permanecer, también cuando los motivos parecen difuminarse. Es decidir adentrarse en la realidad eligiendo el camino de la hondura y no la levedad de la superficie.
III / Jesús cae por primera vez
Caer porque no se puede, no se aguanta, o no se sabe seguir. Jesús no es omnipotente. Dios se ha hecho humano. Humano, con toda la limitación y debilidad de los seres humanos. Humano, y por ello mismo vulnerable, frágil, limitado. Duelen los golpes recibidos. Se acumula el agotamiento. Cada paso cuesta más que el anterior. Pesa el madero sobre la espalda, y aunque uno sepa que tiene sentido llevarlo, aunque permanezcan los motivos, se agotan las fuerzas, las piernas no resisten, falta el aliento, o tropieza en un desnivel del camino. Y cae.
Como caen tantas personas que se llevan golpes innecesarios. Padres y madres mal amados por sus hijos, pero que no por ello van a dejar de quererlos. Personas que, optando por el Evangelio, sin embargo se ven sacudidas por la duda, en esas noches oscuras en las que parece perderse el horizonte y apagarse el fuego que un día nos ardió dentro. Gente que se compromete con otra gente y que, sin embargo, no es correspondida. Hombres o mujeres que quieren ser generosos, pero se descubren zarandeados por la flaqueza en algunos momentos de sus vidas.
¿Quién no se ha visto incapaz, en algún momento, de llevar con serenidad lo que toca? Te golpean las circunstancias, el mal amor, lo injusto, el fracaso que no esperabas, la crítica implacable de quienes no entienden la Buena Noticia. Te duelen las palabras mordaces, las risas crueles, las deserciones y abandonos. O te ciega y te hace tropezar tu propia obcecación.
El caso es que caes. Caes, en ocasiones vencido por tu propia inconsistencia, por tu fragilidad, por tu falta de fuerza. Y la caída es llanto. Es silencio impotente. Es ganas de rendirte. Es enfado, o desesperación. Es la pregunta angustiada de quien no sabe por dónde seguir. Todo eso ocurre. Pero no te rindas. Levántate. Lucha. ¿Acaso no es también eso la vida?
IV / Jesús encuentra a su Madre
Mira alrededor, y en medio de esa muchedumbre indiferente u hostil, ve un rostro familiar y querido. El rostro de la Madre. Con expresión de ternura y dolor. La Madre, que sigue comprendiendo hasta dónde la lleva su «hágase». La Madre que ama con fidelidad inquebrantable y con perseverancia indómita. La que ni niega, ni abandona ni grita. Y, sin embargo, su silencio es más atronador y elocuente que cualquier discurso. En Jesús brota un doble sentimiento. Por una parte, inquietud y tristeza al saber que ella está pasando por esta agonía. Porque uno no quiere que sus seres queridos sufran. Uno querría poder ahorrarles los sufrimientos que nacen del amor. Pero también está el alivio al no sentirse tan solo, al saber que hay quien, con su sola presencia, quiere dar consuelo, aliento, fuerza… Sí, Jesús, no estás solo.
Como nosotros. También hay en nuestras vidas personas que nos son entrañables. En ellas confiamos. Tenemos la certeza de que van a estar ahí, porque ya son parte de nuestra vida. Vamos construyendo nuestras seguridades apoyados en su fortaleza. Nos enseñan a creer. A confiar. Son quienes acarician nuestras heridas y acogen nuestro barro. Juntos, con ellos, somos mejores. Porque saben ver lo mejor de nosotros. Y cada encuentro se convierte en celebración, de la vida, de nuestras historias, del amor.
Esos encuentros, en medio de la muchedumbre, en los momentos cruciales de nuestra historia, son fundamentales para seguir caminando. Esas presencias se vuelven refugio, aliento, hogar. Son memoria a la que nos aferramos, y vidas que se entretejen con la nuestra. No quisiéramos que sufriesen por nosotros, pero al tiempo aceptamos que amar es hacerse vulnerable. Y ellos han decidido amarnos.
V / Simón el Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Jesús no puede seguir así. El peso del madero es demasiado. Cada paso es una tortura. Las fuerzas cada vez son menos. Comprende que no va a llegar. ¿Será esto el final? Justo en ese momento, cuando parece que va a rendirse, la presión cede. Su carga parece un poco más liviana. Mira hacia un lado y advierte que junto a Él se ha colocado un hombre a quien no conoce. Le mira. Quiere murmurar una palabra de agradecimiento, pero apenas consigue exhalar un suspiro. Sin embargo, basta esa mirada para advertir en los ojos del otro compasión, deseo de ayudar… Y en el espejo de esos ojos advierte Jesús ternura, y en el silencio cálido de ese compañero de camino, advierte la decisión de ayudarle, pase lo que pase. Eso hace que, aun en medio del dolor, Jesús sienta que es verdad todo aquello por lo que ha vivido.
Ser Cireneos. Ayudar a otros a llevar la cruz. Compartir la soledad de los presos en la cárcel; acompañar la enfermedad del que mata las horas en la cama del hospital; acoger al inmigrante que se siente perdido en una tierra nueva; convertir la propia vocación en semilla de Reino para quienes pueden recibir los frutos; regalar tiempo a quien anda solo; intentar poner las cosas fáciles a quien quiere ser justo; tomar partido por las víctimas del pecado; convertir nuestro trabajo en respuesta (a una vocación), y así hacer de nuestra tarea una forma de construir el Reino de Dios y trabajar por el prójimo; relacionarnos como personas, con verdadero interés; consolar al conocido en la hora de la tristeza; multiplicar nuestros talentos, para que sirvan a quien pueda necesitarlos; cuidar unos de otros; decir una palabra de aliento a quien sabemos que la necesita, ser buenos amigos… Hay muchas formas de ayudar al otro a llevar la cruz.
VI / La Verónica limpia el rostro de Jesús
Llueven los insultos, las burlas, incluso algún que otro escupitajo. La sensación de agobio es brutal. Cada paso duele. El cansancio le ahoga. Su respiración se acelera. Se suceden los rostros, los colores, el sudor y la sangre le nublan la vista… y en ese momento una mujer se acerca y le limpia el rostro con un paño húmedo. Las manos que sostienen la tela acarician su semblante, y ese breve roce le hace evocar todas las caricias de quienes alguna vez le quisieron. Es un instante de ternura y aliento. Un momento de respiro. Un gesto de humanidad. Jesús advierte las lágrimas en el rostro de la muchacha, que llora por Él. De nuevo, las miradas cuentan lo que callan las palabras. Y en ese gesto se enlazan gratitud y compasión, delicadeza e impulso, amor y humanidad.
Que no nos falte la ternura. El abrazo que da seguridad. El gesto de acogida. El llanto compartido. Que no nos falte la capacidad para enjugar las lágrimas. Para salir al paso del herido y aliviarle en su inquietud. Como tantas personas que se desviven por muchos… y tantas veces de manera anónima. Dando más de lo que sería previsible. Que en nuestra fortaleza no olvidemos cuidar a quien necesita un poco de alivio.
Que no falte tampoco, en nuestro agobio, quien nos acaricie el rostro. Que tengamos coraje –porque es coraje lo que hace falta– para dejar que haya quien acaricie nuestras heridas. Que sepamos, en nuestras grietas, abrirnos a otros.
El amor no necesita héroes irreductibles, gente inquebrantable, silencios inexpugnables. Es cuestión, más bien, de fragilidades entrelazadas. Es estar dispuesto a que te importe la vida de quien amas. Hasta tal punto que a veces dolerá. Y es estar dispuesto, también, a dejarse abrazar –en la hora difícil– por quien nos ama. Todos necesitamos, alguna vez, una mano que acune nuestra zozobra.
VII / Jesús cae por segunda vez
La marcha es lenta. Ni siquiera sabe si falta mucho para llegar a ese destino donde espera el suplicio. Avanzar se hace difícil. El calor aprieta. El cansancio vence. Los ojos golpeados ven con dificultad. Los pies tropiezan, y ni toda la ayuda del mundo puede evitar un nuevo golpe, otra caída. Entre la muchedumbre algunos se estremecen y otros guardan silencio, pero la mayoría de espectadores gritan, alborozados, mientras jalean el suplicio, entre indiferentes y hostiles. Parecen –quizás lo sean ya– incapaces de comprender lo que está ocurriendo. De nuevo siente Jesús que no puede más. Un nudo le aprieta la garganta. La sensación de impotencia y desaliento se abate sobre Él.
Así es. Hay derrota en nuestro mundo. Hay gente que parece que cae para no levantarse. Y que, cuando consigue levantarse, es para volver a tropezar a los pocos pasos. Hay personas a las que parece que la vida les golpea una y otra vez. Sí. Les golpea la vida, o la muerte, el fracaso, la mala suerte, el destino… llamadlo como queráis. Hay personas que, tras una nueva caída y el enésimo golpe, ¿cómo no van a volverse a Dios y preguntar: «Hasta cuándo?».
Hay víctimas a cuyas historias no les encontramos sentido. Hay lágrimas tan profundas que ni siquiera imaginamos cómo corren por dentro, arrasándolo todo a su paso. Hay dolores que no comprendemos. Hay fracasos que no parecen responder a nada. Hay caídas que solo terminan con las ganas de luchar. Recaídas que llevan a las personas a perder la poca confianza que pudiera quedarles. Hay batallas sin tregua ni fin.
Y ante eso solo nos queda callar, buscar, dentro, un resquicio de esperanza, de rebeldía, o de ambas. Y pedirle a Dios luz, fuerza y ayuda para luchar por todo aquello a lo que no le encontramos sentido.
VIII / Las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús
Oye sus llantos. Plañideras profesionales. Lo sabe. Quizás alguna de esas lágrimas sea sincera, pero la mayoría son las lágrimas pagadas de las grandes celebraciones. Lágrimas de temporada, máscaras de tristeza, lamentos vacíos que darán paso a otra cháchara tan pronto como cambie el escenario. Y por eso, aun en medio de su dolor, les pide que miren de verdad lo que está ocurriendo. Que lloren por lo realmente triste, que no se conformen con el juego de los sentimientos de ocasión y se atrevan a intentar comprender.
Toda la Pasión es un grito de rebeldía, una llamada a la autenticidad. Ese grito nos alerta, nos previene, nos provoca para que no nos perdamos en la palabrería inútil, en las lágrimas de cocodrilo, en la tristeza de temporada, en la indignación de titulares, en la compasión estética, o en el sufrimiento por decreto (hoy toca estar mustio, y mañana tocará resplandecer). Que no juguemos a llorar por todas las víctimas sin comprometernos con ninguna. Que no nos conformemos con una sensibilidad de trending topic y olvido instantáneo. Que no juguemos a la protesta aparente, traicionando así, por última vez, a las víctimas del pecado, de lo injusto, del mal.
¡No! El reto es ser capaces de mirar el mundo cara a cara. Aprender a ver sus heridas reales y sus fiestas verdaderas. Atrevernos a implicarnos con la realidad, hasta el punto de que nos duela aquello que aprendemos a amar. Amar de verdad, con todo lo que implica. Alegrarnos con los proyectos que alumbran Reino, pero también dolernos, y llorar por las heridas infligidas a quien proclama la fe, la paz, la justicia y la esperanza. Mirar lo injusto, aunque duela, sin preferir refugiarnos en la apariencia. Soñar lo posible. Llorar lo injusto. O si no, al menos, tener la decencia de callar.
IX / Jesús cae por tercera vez
Algunas opciones implican un recorrido largo y no siempre fácil. En ocasiones la fatiga no da tregua. Hay momentos en que la vida, tomada en serio, agota. La capacidad de aguante es necesaria. No por masoquismo, ni por derrotismo. No por un voluntarismo idiota. No por fastidiar. Quizás sea una mezcla de convicción, seguridad y resistencia. No hay historias duraderas sostenidas únicamente sobre buenos momentos. En ocasiones toca luchar, más de lo que uno querría.
Nos tocará luchar contra la propia flaqueza. No es tanto vencer como resistir. Es, sencillamente, negarse a que la debilidad te haga traicionar lo que eres. ¿Cuántas veces el que trabaja por la paz no se siente tentado a dar un golpe en la mesa y responder a la violencia con violencia? ¿Cuántas veces los mansos no están a punto de perder la calma? ¿Cuántas veces no sale con facilidad amar a los enemigos, y uno querría cantarles las cuarenta? ¿Cuántas historias de amor atraviesan desiertos?
Hay que luchar cuando la esperanza se resiste a dar respuestas. Luchar, cuando parecen difuminarse las razones que un día hicieron que te pusieras en marcha. Cuando los obstáculos parecen insalvables. Cuando, abrumado por el presente, crees que el abandono es la mejor opción. Luchar cuando las renuncias se hacen especialmente costosas. Luchar cuando solo hay bruma, y la luz que anhelas ni siquiera se adivina aún en el horizonte. Luchar, por todos los que ya se han rendido. Luchar, sabiendo que a veces es nuestra única forma de fidelidad.
X / Jesús es despojado de sus vestiduras
Le tiran al suelo, y nota cómo le quitan la túnica. Con brusquedad. Entre risotadas. Apostando, con jolgorio, quién se quedará con ellas. Indiferentes a su desposesión. La desnudez resulta una humillación más. Otra prueba de su indefensión. Justo ahí, en ese momento, es el hombre más vulnerable del mundo. ¿Quién diría que este es el camino elegido por Dios para mostrar su grandeza?
La desnudez, real o simbólica. La desposesión. La debilidad que, sin embargo, se va a revelar fuerte. Esa es la sorprendente manera de actuar de Dios. Esa es la lógica imprevista del Reino. Así, en esta fragilidad total, empieza la sabiduría de la cruz.
Hay muchos momentos de desnudez vital. Esa ocasión en que tienes que reconocer: «No puedo». O cuando llega la enfermedad, y quien un día se vivió invulnerable comprende, al fin, que todos iremos teniendo que afrontar la disminución y la dependencia, y volveremos a ser niños. Las encrucijadas en que hemos de elegir entre exponernos – sabiendo que nos pueden herir– o encastillarnos en seguridades que nos protegen pero nos aíslan.
Hay momentos en que la desnudez es la vulnerabilidad herida de quien es despreciado por otros. Etiquetas con las que se señala, se trivializan infiernos ajenos, o se niega su propia historia al hermano. La fuerza muchas veces solo engendra poder, dominio, indiferencia. Pero la debilidad es maestra de humanidad. El que se sabe débil es capaz de comprender la flaqueza de otros. El que se conoce limitado conoce las herramientas con las que puede construir…
En la debilidad, tu fuerza, Señor. En la desnudez, tu ropaje de gala, esa toalla ceñida a la cintura. En la desposesión, tu gracia. En el miedo, confiar en Ti. En la hora de la tempestad, atrevernos a saltar por la borda y caminar sobre las aguas sostenidos por tu promesa.
XI / Jesús es clavado en la cruz
Tres golpes sordos en cada clavo. Lo sujetan y clavan al madero con la destreza de quien ha hecho lo mismo muchas veces. Para los soldados ya es rutina, y lo hacen con indiferencia. Para Jesús cada martillazo es una agonía. Grita. Las muñecas y los pies quedan clavados a esa cruz que se alza. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¡Ninguno! Está mal. Simplemente mal.
¿Dónde está Dios Padre? ¿Dónde? Llorando –como quiera que llore Dios–… Golpeado en su hijo. Estremecido en el sinsentido de una lógica que lleva a los justos a la cruz. Hay que atreverse a mirar con valentía a las cruces de nuestro mundo. Para no comulgar con lo injusto. Para no perder la capacidad de estremecernos. Para aprender a plantar cara a todo aquello que crucifica personas y pueblos.
Porque sí, hay muchas personas clavadas, también hoy, en las cruces de nuestro mundo. Víctimas de ese pecado que no entiende de prójimos ni de fraternidad. Vidas arrebatadas por decisiones egoístas. Peregrinos sin tierra cuyas cruces llenan el mar, las cunetas o los desiertos. Esclavos del siglo XXI. Personas vendidas, abusadas, violadas, maltratadas. Daños colaterales en guerras de egos y bolsillos. Niños y adultos que, aún hoy, mueren lentamente por el hambre, la violencia, la falta de medicina, la pobreza… Tantas cruces, también hoy…
Que no se nos instale la indiferencia en la entraña. Que no seamos de los que siguen clavando a Cristo al madero, con nuestra apatía, nuestra lógica que excluye, nuestra frialdad distante o nuestro compromiso lleno de condiciones y cláusulas.
Clava a las víctimas la mentira. Y el egoísmo insensible al prójimo. Las clava la mirada cómplice que no quiere ver lo injusto. La violencia gratuita. La ambición. La burla. El silencio cómodo. Las clava cada palabra de maldición, de cizaña, de odio. Las clava la indiferencia.
XII / Jesús muere en la cruz
Al fin, con un grito exhala el último aliento. ¿Qué hay en ese sollozo final? ¿Derrota o aceptación? ¿Comprensión o miedo? ¿Esperanza o desesperación? ¿Abandono o encuentro? Calla el gentío. Agachan la cabeza los que le quieren, desbordados por el dolor. Un escalofrío sacude al centurión romano que está al pie de la cruz. En la lejanía, Caifás se repite que era necesario, Herodes se entretiene, ajeno al drama que no ha llegado a comprender, y Pilato se mira las manos, mientras intenta no pensar. Un rayo enciende el cielo, y un trueno parece el eco de ese grito que pide respuesta.
Muertes en cruz. Muertes por hambre en un mundo de abundancia. Muerte en vida de quienes han quedado marcados por el recuerdo de abusos que nunca debieron ocurrir. Muerte de niños y adultos soldados en guerras absurdas. Muerte en soledad de ancianos a quienes nadie echará de menos durante meses. Muerte lenta de quien malvive sintiéndose nadie. Muerte absurda de quien vive esclavizado a su imagen en un espejo. Muerte por sobredosis, de droga, de juego, de alcohol, de evasiones que solo ayudan a tapar vacíos. Muerte por las pandemias que asolan este mundo construido sobre burbujas que nos aíslan. Y muertes inconscientes, pero reales, de quien no sabe amar de verdad. De quien no ha aprendido a disfrutar de lo más auténtico de la vida. De quien persigue sueños vacíos, en lugar de metas verdaderamente humanas.
¿Por qué nos has abandonado? Siguen gritando hoy, desde su agonía, tantas personas que buscan respuestas que no llegan. ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu abrazo?
Pero Dios no nos ha abandonado. Es tan solo que su palabra es, ahora, el silencio.Sus brazos abiertos son el más sorprendente abrazo de Dios, hasta el final. En Jesús, Dios está crucificado con todos esos que mueren. Y aun así, no se rinde.
XIII / El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz
Ahí están su Madre, y otras mujeres, y Juan… Hay pocas palabras. Un llanto sobrio. Pasan unas telas bajo sus brazos. Quitan los clavos. Bajan el cuerpo con cuidado, con mucho más cuidado del que los soldados tuvieron cuando lo traían, vivo, a este calvario. Brazos amigos lo acogen. La Madre abraza al Hijo, llorando, en silencio. Un silencio que nadie rompe, porque hay dolores que no podemos más que respetar. Y hay momentos en que la única palabra es estar. El amigo pone una mano en el hombro de la Madre. La que regó sus pies con lágrimas, en otro día de fiesta y reconciliación, los enjuaga de nuevo ahora, sin saber muy bien qué es lo que viene.
Muchas veces nos van a faltar las respuestas. Nos encontraremos rodeados por la duda, por la incertidumbre, por preguntas para las que no tenemos respuesta. Es posible que nos invada la sensación, en ocasiones, de que la muerte se impone. De que no hay nada que hacer para sanar a este mundo. De que nos estrellamos contra muros impenetrables. De que la fe nos despierta más quebraderos de cabeza que certezas. Nos preguntaremos si merece la pena. O si los propios pasos para vivir el Evangelio no son como un surco en la arena del desierto. ¿Será que a esto se reduce todo? –diremos, inseguros–. Sin hallar más respuesta que el silencio.
Toca, en ocasiones, afrontar la tormenta, y acoger la vida en su cara y su cruz. A veces hay que llorar, sí. Llorar por todo lo que no entendemos. Y hay que aceptar también la parte de pérdida, de derrota y de fracaso. Algunos días sentiremos la impotencia de no saber si algo de todo esto tiene sentido.
Con todo, la palabra de Jesús sigue siendo, hoy, y ante la cruz, poderosa y firme: «Ánimo, yo he vencido…».
XIV / El cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro
Envuelto en un sudario. Es la hora del descanso. Del adiós. Del silencio. De la espera. ¿De la esperanza? Probablemente quienes hoy le entierran no saben qué pensar. Se agolpan en sus corazones muchos sentimientos. Inseguridad y tristeza. Miedo e incomprensión. Dolor y nostalgia. El amor herido de quien vive la muerte y la ausencia del ser querido. Toca ahora llorarle. Se cierra la losa.
Sí, a veces en la vida toca llorar. Es parte del amor. Bien que lo hemos experimentado de tantas maneras en los últimos tiempos. La vida nos lleva a reír y celebrar, compartir los momentos de vitalidad, de proyectos, de optimismo, de fuerza, de dicha, abrazar con intensidad, con gusto, con fuerza. Pero también sabemos que habrá momentos de pérdida, de despedida, y la necesidad de dejar marchar.
Sí, habrá en todas las vidas momentos de Sábado Santo. En que te rindes y, con todo, sigues luchando, te ves derrotado pero no bajas los brazos. La fe se oscurece, pero aún así, crees. El sentimiento y la cabeza van en direcciones contrarias. Estás quieto, pero Dios sigue en marcha, aunque no lo notes. No buscas, aún, pero tampoco olvidas. Y la buena noticia se vuelve, muy dentro, esperanza y anhelo.
No dejemos que nos cieguen las lágrimas de ahora, que tienen todo el sentido como parte del amor de siempre. Es mejor vivir con pasión, con entrega, con hondura, con sentido, aunque haya momentos en que toque enterrar los sueños… porque sabemos, creemos, esperamos, que el sepulcro quedará vacío, y esta vez, ya para siempre.