Cuando la anunció, el 13 de junio, aclaró el Papa Francisco que Lumen fidei «es una encíclica escrita a cuatro manos, porque la inició Benedicto XVI, y luego me la entregó para que la terminara». Los medios han especulado con lo que en la encíclica es de uno u otro. Es inevitable y legítimo. Uno y otro han llegado a la Sede de Pedro después de recorrer un camino distinto dentro de la Iglesia, y han puesto su respectiva experiencia y competencia al servicio del ministerio petrino. En Benedicto XVI, destaca la competencia teológica; en Francisco, la voluntad de cercanía pastoral a la vida de cada hombre, pues no da a ninguno por perdido para Dios. Por eso, algunos ven la mano de Francisco sobre todo en el capítulo cuarto, donde se muestra la luz de la fe en los diversos ámbitos de la vida humana.
El cardenal Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los Obispos, ha dicho lo más acertado al respecto: la nueva encíclica tiene mucho de Benedicto XVI, pero es toda ella de Francisco. Porque, como ha dicho el Prefecto de la Congregación, el arzobispo Gerhard Müller, Francisco es el único Papa en este momento, y la encíclica «es un texto único, unitario».
Lumen fidei es en sí misma signo y fruto de la dinámica teándrica y comunional del ministerio petrino y de la fe. Y, desde esta perspectiva, se puede decir que es una encíclica escrita a cuatro manos guiadas por las dos manos del Padre: Jesucristo y el Espíritu. Una encíclica, fruto de la comunión, que además presenta la fe como un camino de comunión: como superación e incorporación del yo del creyente al nosotros divino y al nosotros eclesial.
La renuncia de Benedicto XVI y la elección del Papa Francisco han creado una situación inédita en la historia de la Iglesia. E inédito –y bello– es el gesto de la entrega y acogida del texto entre dos sucesores de Pedro. En el gesto sale a la luz la unidad originaria de la fe y de Iglesia, a cuyo servicio está el ministerio petrino. La Iglesia es un sujeto histórico suscitado por el Espíritu de Jesucristo, que se mantiene idéntico en su fe a lo largo de los siglos y crece en el conocimiento de esa fe. Y el Papa es, en cada tiempo, el signo y garante de unidad de la fe y de la Iglesia.
Hay una continuidad de fondo entre la encíclica de Francisco y el movimiento de aggiornamento iniciado por Juan XXIII al anunciar el Concilio Vaticano II, y prolongado en la convocatoria del Año de la fe por Benedicto XVI. Se trata contribuir a que la luz de la fe no quede hoy oculta bajo el celemín de los saberes humanos autónomos, sino que sea vista desde la altura de su origen y meta divina, e ilumine así a todos los que habitan en la casa de nuestro tiempo.
Resulta oportuna, en este sentido, la presentación de la fe como luz que viene de lo alto e ilumina la entera existencia humana. En los últimos siglos, la fe ha sido vinculada frecuentemente a la oscuridad, al sentimiento subjetivo, incapaz de atenerse a la realidad objetiva e iluminar el futuro. Pero, como ya entreviera proféticamente el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, será terrible el día que se apague definitivamente la luz de Dios en la tierra. Todo se volverá confuso. Resultará imposible «distinguir la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija» (n.3).
El objetivo de Francisco al publicar esta encíclica no es otro que dar testimonio del Dios vivo y verdadero manifestado en Cristo y mostrar la capacidad de la fe en Él para ensanchar el horizonte de la mirada en todas las dimensiones de la vida humana; contribuir a que se abran las ventanas cerradas a Dios, a que los hombres de nuestro tiempo se dejen iluminar por Dios mismo, que nos sale al encuentro en Cristo por el Espíritu en la Iglesia, y aprendan a vivir con Él, ante su mirada y participando de ella.
El Papa Francisco tiene la humildad de ponerse en la estela del camino abierto por Benedicto XVI al convocar el Año de la fe y preparar, durante el mismo, una encíclica sobre la fe que completa las ya publicadas sobre el amor y la esperanza. En la encíclica se vincula la fe con el descubrimiento del amor de Dios manifestado en Cristo, que dilata nuestra existencia más allá de nosotros mismos y amplía el horizonte de nuestra visión y esperanza. Nos recuerda que, por la fe en ese amor, Cristo habita en nuestros corazones (Ef 3, 17). Nuestro yo creyente se ensancha para vivir en Cristo y en el Espíritu. Podemos tener así los ojos divino-humanos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial. El Espíritu Santo, que es el amor personalizado de Dios, nos habilita a los creyentes para tener los ojos divino-humanos de Jesús y recibir su modo de verlo todo. «Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12, 3)» (n. 21).