«Venid vosotros, benditos de mi Padre»
Solemnidad de Cristo Rey
Hemos llegado al último domingo del año litúrgico. En este día, desde hace más de 50 años se celebra la solemnidad de Cristo Rey, una fiesta instituida años antes por Pío XI, en la que se busca presentar a Jesucristo como Señor y Juez de la historia. En los pasados domingos se nos ha introducido en la temática preponderante en el Evangelio de estos días: el cristiano no mira solo al pasado de la acción de Dios o a cómo el Reino de los cielos actúa en el presente. Desde la época de los primeros cristianos, en continuidad con el pensamiento judío, la mirada del discípulo del Señor estuvo fuertemente orientada hacia el futuro. Sin embargo, a menudo, lo que debía ser sobre todo un deseo de avivar la esperanza en la salvación futura, prometida por el Señor, se ha convertido también en una inquietante curiosidad por adivinar el futuro, alejada de lo que supone la verdadera esperanza cristiana, confiada en el Señor, que ha venido a salvarnos y al que no debemos temer. Eso sí, debemos conocer los criterios con los que seremos juzgados al final de los tiempos.
La venida del Hijo del hombre
En las pasadas semanas hemos escuchado varias parábolas en las cuales se nos ha llamado a una vigilancia activa ante la espera del final de la historia, un momento del que no sabemos ni el día ni la hora. Si recordamos las parábolas de las vírgenes prudentes y necias, o la de los talentos, nos encontramos con un esquema similar al que aparece este domingo: dos grupos de personas que se comportan de manera opuesta. Por una parte, se encuentran los que actúan con prudencia, sensatez, respondiendo a cuanto ha sido querido por Dios; por otra parte, los que son negligentes. Mientras que los primeros reciben el premio, los segundos son arrojados al castigo. La escena del juicio final que encontramos en el Evangelio prescinde ya de la parábola, aunque no de ciertas imágenes presentes con anterioridad en la Escritura. En un escenario solemne, el Hijo del hombre, —modo con el que Jesús se refiere a sí mismo, retomando las escenas del profeta Daniel, donde el Hijo del hombre vendría al final de los tiempos en gloria para juzgar a la humanidad— rodeado de ángeles, se sentará en el trono de su gloria, ante el cual serán reunidas todas las naciones. Si la alusión a las naciones recuerda el carácter universal de la salvación de Dios, también nos asegura la potestad absoluta de Jesucristo ante todo lo creado.
El modo de reinar de Cristo
No es sencillo actualmente asumir la existencia de un rey con poder absoluto. En términos políticos se considera una realidad superada hace tiempo, sobre todo cuando la autoridad real procedía del campo de batalla. Sin embargo, aunque la Biblia adopta este tipo de imágenes guerreras, con frecuencia duras para nuestra sensibilidad, el Evangelio nos explica desde el principio en qué consiste el reinado de Jesús, presentándonos un modo de regir centrado no en un dominio militar o meramente humano, sino basado en el servicio. El término más familiar para comprenderlo es el del pastor. De ahí que el pasaje de este domingo aluda a que Jesucristo separará a unos de otros «como un pastor separa las ovejas de las cabras». En la profecía de Ezequiel, que se nos ofrece como primera lectura de la Misa, se desarrollan las cualidades de este pastor, que tiene, ante todo, la misión de velar por su rebaño, pero que asume, al mismo tiempo, la misión de separar «entre ovejar y oveja, entre carnero y macho cabrío».
El criterio de ese juicio lo conocemos: las obras de amor y de misericordia. En un relato que nos recuerda a la parábola del Buen Samaritano, Jesús quiere concretar en qué consisten las obras de amor. De otro modo, se correría el riesgo de hablar del amor como de un mero sentimiento o deseo, sin una delimitación real en el hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo o encarcelado. En definitiva, el texto evangélico nos llama a concretar nuestras acciones en obras reconocibles, ya que este será el modo en el que el Señor también nos reconozca a nosotros en el día final.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante Él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».