«Vengo a la canonización de un amigo»
¿Qué han venido a buscar cientos de peregrinos a Roma? ¿Qué les mueve a recorrer miles de kilometros para asistir a la canonización de dos Papas, sin importarles siquiera tener que conformarse con seguir la ceremonia desde una fría pantalla?
Son las cinco y media de la mañana cuando se abre el acceso y los primeros peregrinos empiezan a entrar en la Plaza de San Pedro. Parece que las medallas no se las van a colgar los más fuertes y atléticos, sino los más tenaces.
Entre los primeros en hacerse con los mejores sitios hay un joven matrimonio francés con sus cinco hijos, de entre siete años y seis meses, este último acomodado en una mochila porta-bebés que lleva su padre al pecho. Les acompañan otras familias amigas con hijos. En la víspera, participaron en una Vigilia cercana, y desde últimas horas de la tarde acamparon junto al Vaticano, a pocos metros de una anciana argentina devota de Francisco y de Juan Pablo II. Tiene 80 años, y ha sido otra de las primeras personas en entrar en la plaza.
También la mexicana Liseta y la canadiense Susan eligieron una Vigilia tempranera, para acampar luego lo más cerca posible de la Plaza. Han conseguido su objetivo y están radiantes, ansiosas de contar su hazaña en casa. Las dos son mujeres casadas, y las dos han venido solas a Roma. La canadiense cuenta que les hubiera encantado venir a todos, pero no fue posible. Esta intensa experiencia de fe, dice, alimentará a toda la familia, homeschoolers de Alberta (su marido y ella han optado por que los niños estudien en su propio domicilio, una actividad legal y regulada en Canadá).
Liseta, en cambio, ha venido a saldar una especie de deuda personal con Juan Pablo II. No fue a verle en ninguna de las cinco ocasiones en las que el Papa visitó México, pero es que ella entonces vivía de espaldas a la Iglesia. Ahora, con sus tres hijos ya mayores (la pequeña tiene 17 años), se le ha presentado la ocasión perfecta para estar unos días con un santo con quien ha desarrollado una bonita e intensa relación personal en los últimos años. «He venido a la canonización de un amigo», explica sin más.
Llega una mujer de Camerún, intentando a toda costa avanzar hasta las vallas que delimitan el área reservada a los fieles. Se produce algún roce con otros peregrinos, pero ella ha hecho un largo, caro y fatigoso viaje, y no quiere perderse un detalle cuando hagan santo a su querido Papa Juan Pablo. Es de vital importancia para ella. «Estoy enferma», cuenta.
Hablando con unos y con otros, no es raro encontrar a personas que han encomendado alguna situación difícil a los nuevos santos, o que acuden a agradecerles alguna gracia, o algún pequeño o gran milagro recibido por su intercesión. Abundan los testimonios de esos pequeños prodigios, que suelen quedar en la intimidad de la persona, del santo y de Dios mismo, y que jamás tendrán papeles que los avalen. Los Postuladores de ambas Causas hablan de infinidad de casos recibidos, aunque después el estudio se haya centrado en unos pocos.
Pero, sobre todo, hay muchos polacos, y mucha gente que simplemente quiere celebrar este día histórico en Roma con el Papa. Se ve a muchos jóvenes que ni siquiera debían tener uso de razón cuando murió Karol Wojtyla. No vivieron esa época, pero recibieron en herencia esa Iglesia joven, entusiasta y misionera que dejó el Papa Juan Pablo II, en continuidad con el Concilio del Papa Juan. Han oído infinidad de veces a sus padres, o en sus comunidades, hablar de él. Quizá no hayan visto personalmente a san Karol Wojtyla, pero le consideran uno de los suyos, alguien en quien pueden confiar, y además, ya es oficial que este Papa amigo tiene hilo directo con Dios… Los antiguos secretarios de Roncalli y Wojtyla deben estar dando gracias estos días al cielo por haberse jubilado de aquel trabajo, y no tener que estar recogiendo ahora la infinidad de encomiendas y mensajes del pueblo fiel a los dos nuevos santos.
Lo importante es estar en Roma
Algunos peregrinos se alojan en hoteles; otros, han tenido la suerte de ser recibidos en casas de amigos o en salones parroquiales, donde se acomodan en cualquier sitio disponible en el suelo. Pero esta noche es distinta. Muchos la van a pasar al raso, a pesar de las previsiones de lluvia (felizmente incumplidas, hasta ya unas horas después de concluida la Misa).
Estamos en la víspera de la canonización, y se ven pasar riadas de peregrinos pertrechados con sacos y esterillas. Un detalle sorprendente es que no han venido necesariamente para estar en la Plaza de San Pedro. Les basta con poder vivir este día grandioso en Roma, y seguir la Misa desde alguna de las pantallas instaladas por toda la ciudad.
Cae la noche. Se oyen muchos cánticos. Es un ambiente alegre, pero sereno, de mucho recogimiento. A medianoche, cuando el calendario marca ya el histórico día del 27 de abril de 2014, no cabe un alfiler en la Via della Conziliazione. Familias con niños duermen en sacos sobre el Puente Vittorio Emanuelle. Es obvio que no van a encontrar un buen sitio para la Misa, pero es también obvio que no han venido buscando eso.
Por tierra, mar y aire
Las iglesias de los alrededores están abarrotadas. Permanecerán abiertas toda la noche en Vigilia de oración, con el Santísimo expuesto. Es la llamada Noche en blanco. A algunos peregrinos les vence el sueño, tras la paliza a cuestas de tantas horas de viaje por tierra, mar o aire.
Los polacos se han decantado más bien por el autobús. Un buen grupo de jóvenes españoles (casi 600) ha venido en barco. Algunos participan en una Vigilia en Il Gesù, la iglesia madre de los jesuitas. La celebración debía haber comenzado a las nueve de la noche, pero la cosa se retrasa. Parece que ha habido un malentendido. El templo está anunciado como lugar de encuentro para los peregrinos de habla española, pero el Vicariato de Roma también había previsto aquí un encuentro de comunidades locales del Camino Neocatecumenal, que de hecho suelen celebrar encuentros en esta iglesia. No pasa nada. Roma es, a estas horas, un inmenso y bendito caos, y estos pequeños fallos de organización, al final, refuerzan el sentido más profundo y auténtico de la peregrinación. Se decide que parte de la celebración se hará en italiano, y parte, en español.
Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián y antiguo responsable de pastoral juvenil en la Conferencia Episcopal, ha venido a Roma en la peregrinación en barco organizada por la Conferencia Episcopal Española. Al comienzo de la Vigilia, se le pide que haga una breve predicación, y él improvisa una catequesis sobre la santidad. «Queremos que el alba nos encuentre limpios, reconciliados con Dios», dice en primer lugar, y pide a los sacerdotes que ocupen los confesionarios y permanezcan en ellos toda la noche si hace falta.
El secreto de la santidad
«Déjate querer», les aconseja a los jóvenes el obispo de San Sebastián. «El mayor drama del hombre es no dejarse querer por Dios, ponerle obstáculos». En cambio, cuando se unen los deseos del hombre de ser amado como sólo Dios puede amarle, y los deseos de Dios de amar al hombre con la locura de la que sólo Él es capaz, «eso sí que es un encuentro con tu otra media naranja», asegura. «¡Pero si estamos hechos el uno para el otro, Dios y los hombres!».
Dejarse querer, dejar que Dios actúe en el interior de uno, y no el virtuosismo (docilidad al Espíritu Santo, diría al día siguiente el Papa, hablando de Juan XXIII), es la clave de la santidad. Cuando Juan Pablo II ganó más almas para Dios no fue al comienzo de su pontificado, cuando el Papa tenía 58 años y «estaba pletórico, lleno de vitalidad», prosiguió el obispo de San Sebastián. Su momento de mayor fecundidad fue cuando, «al final, decrépito, se le caía la baba, y las cámaras tenían casi miedo de enfocarle en este estado decrépito». Lo mismo -añadió- puede decirse de Benedicto XVI, un gigante del pensamiento que «no ocultó su debilidad, sino que la mostró ante el mundo, sin avergonzarse de ella».
En todo caso, hay una enseñanza en la santidad de Juan XXIII y Juan Pablo II válida para cada uno de nosotros hoy, y es que, si «Dios nos ha hecho únicos e irrepetibles, no tenemos que avergonzarnos de ser lo que somos: pobres, limitados, inseguros. Somos criaturas de barro, sí, pero con ansia de infinito». Lo importante es reconocer que «sólo Dios puede saciar esa sed; sólo la santidad puede hacernos realmente felices».
Alimentar el espíritu
Hay muchos obispos estos días en Roma, con los peregrinos. La ocasión es propicia para hacer pedagogía sobre la santidad, a la cual, según deja claro el Concilio Vaticano II, están llamados todos los fieles. En la mañana del sábado, el cardenal Rouco celebra una Misa de acción de gracias en la iglesia romana de la que es titular, la basílica parroquial de San Lorenzo in Damaso. Concelebran los tres obispos auxiliares de Madrid y el obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco. Hay un nutrido grupo de peregrinos madrileños. Y destaca la presencia de chicas jóvenes de las Cruzadas de Santa María, que animan con sus cantos la liturgia.
«El hombre que quiere ser hombre, vivir en profundidad su vocación de hijo de Dios, no se conforma con las cosas de este mundo», dice en la homilía el arzobispo de Madrid. «El amor es el fruto final de lo que se ha conocido por la fe». De este modo, «cuando cambia el hombre, cambia el mundo, y no al revés». Es ese hombre nuevo que actualiza en su vida el don que ha recibido en el Bautismo quien está en condiciones de construir la civilización del amor, concluye el cardenal Rouco. Pero para eso hay que tomar fuerzas, alimentar el espíritu. Y eso es, precisamente, a lo que han venido los peregrinos a Roma.
El objetivo de la cámara no acierta a enfocar con nitidez las historias que se esconden tras los rostros de cada uno de los peregrinos. La lógica humana no siempre casa con las entendederas divinas. A cualquier espectador ajeno a lo sucedido en Roma le costaría entender por qué tantos miles de personas se pertrecharon durante horas en los aledaños de San Pedro para conseguir estar cerca de sus Papas tras un viaje agotador. ¿Cómo explicar que un grupo de sexagenarios lituanos con 30 horas de autocar a sus espaldas se conformara con situarse frente a una pantalla en la Piazza Navona, porque ya resultaba imposible acercarse a San Pedro? ¿Quién no tildaría de locos a Pawel y Milena, que viajaron desde la localidad polaca de Gdansk junto a sus mellizos de dos años dispuestos a pasar la noche al raso al pie de la columnata? Sólo la suma de dos grandes Papas santos podría haber conseguido que Roma oliera a Cielo y que miles de primeros planos queden impregnados de ese estilo inconfundible de quienes buscan entrar en las hechuras de Dios. Durante la madrugada previa a la canonización, 13 iglesias de Roma estuvieron abiertas en Vigilia de oración y de adoración al Santísimo. Era la hora de escuchar las confidencias de los amigos de Dios. Era el momento de prepararse para celebrar esa Divina Misericordia que ha entrelazado para siempre a Juan Pablo II y a Juan XXIII. Ya en la mañana, la cámara nos ofreció otro plano del aplauso atronador que acompañó la entrada de Benedicto XVI en la Plaza. Fuera de enfoque, casi se podía sentir la fuerza de más de ochocientas mil personas rezando y cantando juntas sobre el empedrado romano con la mirada puesta en los tapices con las imágenes de los dos nuevos Papas santos. Una de las principales instantáneas de la jornada nos la proporcionó el Papa Francisco al enfocar el objetivo sobre las llagas de Cristo resucitado, porque los nuevos santos nos enseñan «a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la Misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama». Ahora, el plano final depende de cada uno de nosotros. En los títulos de crédito aparecen dos nuevos santos, dispuestos a concluir nuestra historia. La película promete…