Ungido para la misión
Domingo del Bautismo del Señor / Evangelio: Lucas 3, 15-16. 21-22
Este domingo celebramos el Bautismo del Señor y, por lo tanto, la culminación y el cierre del ciclo de Navidad. El Evangelio de Lucas nos presenta la escena del Bautismo de Jesús en el Jordán. El pueblo está expectante, y la gente se pregunta si Juan es el Mesías. Pero el Bautista responderá que su Bautismo es con agua, mientras que el Bautismo real será con Espíritu de Dios, será una unción divina. Señalará que no le toca a él, sino que viene Otro, que está muy por delante de él, al que no merece ni siquiera «desatarle las correas de las sandalias». Quitar las sandalias al señor de la casa era tarea de esclavo, y Juan Bautista no se sentía digno ni de ser siervo de Jesús.
Jesús ha vivido en el silencio y en el ocultamiento de Nazaret, como un ciudadano privado. Tenía su familia y su oficio, pero no tenía una misión pública. Jesús, el Hijo, que desde los 12 años es consciente de que debe dedicarse a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 49), de que tiene una misión muy especial, tiene algo claro desde aquel momento: hasta que no llegue la hora marcada por Dios, Él seguirá siendo persona privada, viviendo en una aldea perdida, ignorada, que se llama Nazaret. Solo cuando llegue al Jordán, hable Dios y baje el Espíritu, Jesús iniciará su misión.
El Bautista está predicando un Bautismo de penitencia, para pedir perdón, porque está ya próximo el día del Señor, ese día anunciado por todos los profetas, el día del juicio y la destrucción de la maldad. Jesús pasa, y se mezcla en la multitud. Él se pone en la fila de los pecadores para recibir un Bautismo general. Si Dios ha puesto al Profeta, Él obedece, de la misma manera que obedeció a sus padres cuando tuvo aquella experiencia tan fuerte en el templo de Jerusalén, y, sin embargo, cuando ellos le ordenaron que se marchara a Nazaret, se fue con ellos (cf. Lc 2, 51). Ahora va a obedecer y se va a mezclar con la muchedumbre, con la multitud, con el pueblo.
Jesús no recibe el Bautismo como un rito sin más, sino en un clima de oración personal. Lucas señala que el Bautismo de Jesús acontece en la oración. ¡Qué importante es esta indicación! Porque lo que le va a suceder a Jesús inmediatamente es el cambio total en su vida: el paso de la privacidad a la vida pública. Es el inicio de la gran misión, que ya estaba dada desde el comienzo, pero que tenía que publicarse, legitimarse.
Así va a acontecer: Juan Bautista será quien dé fe de ello, pero él no le da la misión, sino que se la da el Padre, con esas palabras que recoge de la tradición de Isaías sobre el primer canto del Siervo (Is 42,1), aunque sustituyen la palabra siervo por la palabra Hijo. El Padre está presentando ante el Bautista y ante el pueblo a alguien que es su «Hijo, el amado, el predilecto». No es un profeta más, no es un anunciador, no es simplemente un siervo: es el Hijo. De este modo, la palabra hijo aplicada a Jesús va cargada ya con toda su hondura y contenido. Es una confesión de fe.
El Evangelio señala que el Espíritu descendió en forma de paloma (cf. Gn 1, 2). El Espíritu mismo baja a ungir. Es una unción profunda, que penetra hasta el corazón. De este modo, el Hijo de Dios será ungido para la misión. Es la hora: el momento en que es legitimada la misión de Jesús, dada por el Padre.
El Bautismo de Jesús es un gran signo que abre la vida pública de Jesús, marcando ya el sentido desde el comienzo. Será una misión pacífica, de perdón, llevada a cabo por alguien, que es Dios, el Hijo, pero que se ha hecho uno de tantos. ¿No es este acaso el profundo significado de la Navidad: un hombre, uno de tantos, pero Hijo de Dios y Enviado?
Celebremos la fiesta del Bautismo del Señor, y recordemos nuestro Bautismo, el día de nuestra apertura a la voluntad de Dios. Pensemos en la vocación, que es estar abiertos, en oración, para que Dios nos identifique, nos ponga nombre y nos envíe.
La oración tiene muchos matices, pero un aspecto fundamental es este: mientras oramos nos estamos identificando como hijos, y en conversación con el Padre estamos recibiendo la misión, es decir, la vocación de nuestra vida, que es nuestra identidad definitiva.
La vocación es la culminación de un camino de obediencia y de discernimiento sobre la voluntad de Dios en cada uno de nosotros. No se puede ser cristiano sin una vida vocacional. El reto del creyente de hoy es descubrir esto con toda su hondura. Nos hemos apropiado de la vida, de los hijos, de los bienes, de nuestra persona. Emprendemos tantos y tantos caminos. Pero, atrevámonos a preguntarnos: «¿Señor, qué esperas de mí?».
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías; Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco».