Buena parte de España se encuentra ya de vacaciones y, sin grandes alharacas por la incertidumbre que hay, se puede decir que esto constituye un motivo de alegría. Lo es para todos, empezando por quienes tienen la oportunidad de descansar e incluso salir de su casa y por aquellos que, tras capear como han podido estos difíciles meses, ven algo de esperanza con la vuelta del turismo.
Aunque más de la mitad de la población española ya está vacunada con la pauta completa, el coronavirus sigue aquí –como muestran los contagios– y no hay que bajar la guardia. Con sentido común y sin exageraciones, persiste el reto de ser responsables personal y comunitariamente para que las cifras no sigan empeorando. Y también el de ayudar a quienes, por el cese de tantas actividades, se han ido quedando por el camino.
Este tiempo permite, además, salir de «la carrera frenética que dicta nuestras agendas», como recordó el Papa el domingo, y aprender «a detenernos, a apagar el móvil, a contemplar la naturaleza, a regenerarnos en el diálogo con Dios». No es, por tanto, un tiempo para rehuir las tareas propias, sino para aprender a afrontarlas, contando con el Señor y sin perder de vista a los demás.