Una víctima del 11M: «El culpable de lo que me pasó no fue Cristo. Él era mi aliado»
Esther Sáez sufrió en su propia carne los atentados terroristas del 11M de Madrid. Recientemente, ha ofrecido su testimonio en la Catedral de El Buen Pastor de la diócesis de San Sebastián
«Jamás pensé que iba a dar un testimonio con un crucificado detrás, pero tiene mucho sentido porque es como me sentí en los atentados del 11M». Así comienza el testimonio que Esther Sáez dio recientemente en la catedral de El Buen Pastor de la diócesis de San Sebastián.
Esther Sáez sufrió en su propia carne los atentados terroristas del 11M de Madrid. «Aquel día iba a trabajar. Yo soy farmacéutica y trabajaba en investigación de fármacos nuevos. En ese momento, investigaba en medicamentos para el corazón y para el cáncer de ovario», relató ante una multitud de fieles.
Una bomba en el vagón
Ese 11 de marzo de 2004 Esther se dirigía a su puesto de trabajo cuando una bomba estalló en el mismo vagón en el que viajaba. «Fue horrible, pero no perdí la consciencia en ningún momento. A mi alrededor había restos humanos y un chico muy joven muerto».
Un grupo de pasajeros que no se vieron afectados por el atentado entraron en el vagón y consiguieron sacar a Sáez. «Me dejaron en el suelo y una persona me dio la mano y me decía “no te preocupes, todo va a ir bien”».
Se me escapaba la vida
Pocos minutos después, llegó una ambulancia y se llevó a la farmacéutica al Hospital Gregorio Marañón. «Al llegar perdí la consciencia. Mi diagnostico era bastante malo: llevaba la arteria hepática seccionada, se me habían estallado los pulmones, tenía la cabeza quemada por detrás, mis orejas habían volado… estaba hecha un Cristo».
Las operaciones de urgencia se sucedieron, le hicieron una traqueotomía, incluso la tuvieron que someter a un masaje cardíaco «porque me iba». Aquellos días, una vez que recuperó la consciencia, Esther Sáez vivió un auténtico «infierno». «Cada media hora me limpiaban la traqueotomía y creía que me iba a asfixiar. Sentía que se me escapaba la vida».
Sin embargo, el sufrimiento más grande no fueron los tremendos y desproporcionados dolores que sufría, sino «todo lo que tuvo que soportar mi familia. Mi marido no me localizaba por ningún sitio y, una vez que me encontró, no me acordaba de ellos. No recordaba que tenía dos hijos pequeños, de 3 años y de un año y medio, y eso era dolorosísimo. Me pasaba las noches llorando».
Una voz en mi interior
Aquellos días, Esther lloraba con desesperación «hasta que sentí una voz en mi interior, que me dijo: “Esther no tengas miedo. Estoy aquí contigo. Me he clavado en esa cruz que te ha tocado vivir para que nunca te sientas solas”». Por su parte, la farmacéutica le preguntó: «“¿por qué me has abandonado?” Se lo pregunté a Cristo y lloré amargamente porque no quería mirarle a los ojos».
Pero como Dios «es muy tozudo, me agarró para que no le diera la espalda. No me dejó caer. Siguió pegado a mí, como si me dijera que Él nunca se ha bajado de la cruz». Esto supuso un antes y un después en su vida. «Entendí que el culpable de lo que me había pasado no era él. Al contrario, Cristo estaba ahí ofreciéndose por mí y redimiendo mi dolor, mi angustia, mi miedo. En aquellos días sentí una paz tan tremenda que era imposible acusarle de nada. Al revés, era mi aliado en esa recuperación».
Ahora «estoy convencida de que Cristo nos mira siempre y cuanto más sufrimos, más pendiente está de nosotros. Es como si nos dijera “Sé lo que estás pasando porque yo lo pasé antes en Getsemaní”».