Una respuesta personal
Mientras escribía este texto, mi hija, sentada en la alfombra frente a mi mesa, ha hecho una manualidad preciosa. Aún no se ha quitado el uniforme del colegio. Un colegio en el que no asesinan a los niños. Y no paro de preguntarme por qué tengo esa suerte
Al menos 42 personas fueron asesinadas la noche del pasado viernes en un colegio de Uganda, muy cerca de la frontera con la República Democrática del Congo. Las informaciones son todavía confusas, pero, según los datos aportados por las autoridades locales, los hechos sucedieron así: esa noche, los terroristas de las autodenominadas Fuerzas Aliadas Democráticas, vinculados desde 2019 al Dáesh, irrumpieron en ese centro privado ubicado en la localidad de Mpondwe. Al parecer, llevaban al menos dos días por la zona, lo que explicaría que no hubiesen sido detectados por las Fuerzas de Seguridad, que cuentan con una amplia presencia en esa zona fronteriza. En medio de la noche, los terroristas incendiaron una sala comunitaria donde dormían los chicos. Murieron calcinados al menos 17 de ellos. Ahora resulta difícil identificar los cuerpos. Muchos familiares de los alumnos del centro llevan desde el sábado en la ciudad de Fort Portal esperando que los análisis de los ADN les confirmen si esos cadáveres son de sus hijos.
Tras quemar a los chicos, los terroristas la emprendieron con las alumnas. Mataron a machetazos al menos a 20 chicas. También asesinaron a tiros a un guardia de seguridad y a otras cuatro personas que formaban parte de la comunidad educativa. Entre ellas, Florence Masika, una profesora. Su hijo es uno de los 17 alumnos que fueron calcinados. Sus cadáveres están dentro de esos ataúdes de madera y cruz desnudas. Son velados en silencio por su comunidad. La mayoría de ellos cierra los ojos, mira hacia abajo o hacia ningún lado. O a la cruz, que es como mirar al cielo. Intuyo sus preguntas. ¿Qué buscaban los terroristas en ese colegio? ¿Qué objetivos se plantearon cuando diseñaron esta acción paramilitar? ¿Qué clase de enemigos representan los niños de un colegio y sus profesores? ¿Qué han hecho con los 16 menores que secuestraron? Es difícil escribir sobre este mal profundo. Apenas me sale adjetivo alguno. La frase corta, el relato desnudo, quizá así la verdad de esta historia llegue más lejos.
No basta, claro, con aceptar lo misterioso de este profundo mal con una especie de indiferencia de largo recorrido. Esos niños requieren justicia, reparación y oración. Y una respuesta personal. Mientras escribía este texto, mi hija, sentada en la alfombra frente a mi mesa, ha hecho una manualidad preciosa. Aún no se ha quitado el uniforme del colegio. Un colegio en el que no asesinan a los niños. Y no paro de preguntarme por qué yo tengo esa suerte que no tienen los padres de Uganda. Y de tantos sitios.