Una red de solidaridad con los ancianos solos
El COVID-19 gana terreno en países con sociedades envejecidas, como la italiana. Pero, para muchos, la soledad es la más terrible de las condenas. Por eso vecinos u organizaciones como Ayuda a la Persona, una red de asistencia domiciliaria a mayores a través de voluntarios, se ponen al servicio de los mayores
Amelia acaba de cumplir 81 años y vive sola. Pasa los días más volcada en sus recuerdos que en un futuro incierto. La operaron de la cadera hace un mes medio y todavía no se atreve a caminar sin el andador. La soledad es una presencia sombría y melancólica en su vida. No tiene marido ni tampoco hijos. Solo un hermano que vive a las afueras de la capital, con el que habla de vez en cuando por teléfono. Ve mucho la televisión —en la que «están continuamente actualizando la cifra de contagios y muertos»— y esto le genera cierta ansiedad. Todas las tardes se asoma puntual a su balcón para no perderse la cita musical que alegra su vecindario en tiempos de restricciones de abrazos y besos. Antes eran perfectos desconocidos y ahora cantan juntos para aliviar el aislamiento. «¡Qué le vamos a hacer! La situación es la que es. Y tenemos que convivir con ella. No podemos salir de casa, pero la música me alegra el día. Es bonito sacar la cabeza por la ventana y saludar a los vecinos, aunque sea a lo lejos», explica. Uno de ellos, un joven estudiante universitario que estos días de confinamiento sigue online las clases, se ha ofrecido a hacerle la compra y a bajarle la basura.
En otro barrio de la periferia sur de Roma, Renato vive solo en un quinto piso. Es viudo. A pesar de ser diabético, tener hipertensión y sufrir graves problemas respiratorios, es un hombre lleno de vitalidad. «Bueno, estamos bloqueados, pero es por nuestro bien y el de toda la sociedad. No tengo miedo. He visto cosas peores en esta vida. Me pongo siempre gel desinfectante en las manos y trato de salir lo menos posible a la calle. Esto pasará antes o después», dice convencido. Su relato sereno es un antídoto a la histeria generalizada que ha arramplado con las provisiones de los supermercados. Vive la pandemia —de la que sabe que es un sujeto de riesgo— con resignación: «Hay que verlo todo con cierta perspectiva. Tengo 72 años y no voy a vivir siempre». Lo que peor lleva es no poder ver a sus nietos, «mi salvación», como él los llama. En estos momentos no puede salir a comprar sus medicinas, pero Claudia, que vive en el portal de lado y está trabajando desde casa, lo hace por él. Estas son pequeñas historias de solidaridad que se multiplican en otros patios de vecinos para demostrarnos que el virus originado en China no es lo único que se contagia estos días.
El COVID-19 pone a las personas mayores de 65 años con patologías previas en su diana mortífera. Un cataclismo virológico que gana terreno precisamente en países con sociedades envejecidas, como la italiana. «Italia es, después de Japón, el país más viejo del mundo. Los últimos datos de 2020 evidencian que el 7,5 % de la población tiene más de 80 años. Esto tiene un enorme impacto. La letalidad del coronavirus, al igual que sucede con otras enfermedades respiratorias, aumenta con la edad: el porcentaje de muertes entre los enfermos menores de 50 años es del 0,5 %. Pero esto aumenta gradualmente y llega al 3,6 % en las personas que tienen entre 60 y 70 años; al 8 % entre 70 y 80 años, y al 14,8 % en personas con más de 80 años», asegura el demógrafo italiano Massimo Livi Bacci. El experto también asevera que la alta tasa de ancianos hace que el brío del sistema sanitario quede en entredicho ante una emergencia sanitaria de estas características. Aunque la saturación no es solo cosa de las salas de emergencias de los hospitales. Las cámaras funerarias están colapsadas, apilando a diario decenas de féretros que no pueden tener una sepultura funeraria por las restricciones que prohíben las ceremonias de cualquier tipo. En Bérgamo, una de las provincias más afectadas, se ha movilizado el Ejército para sacarlos a las afueras de la ciudad y quemarlos sin riesgo y sin que sus seres queridos puedan llorarles.
La condena más terrible
El virus castiga con más saña a los ancianos. Pero la soledad es la más terrible de las condenas. Son muchas las residencias de personas mayores que se han blindado de forma preventiva, para evitar la entrada del virus en sus centros, y han llegado a prohibir las visitas de los familiares. Y son muchos también los que viven solos, rodeados de un silencio insoportable.
Luca Murdocca nunca se ha olvidado de los ancianos, ni tampoco de su soledad. Es el coordinador del servicio Ayuda a la Persona, una red de asistencia domiciliaria a mayores a través de voluntarios, dependiente de Cáritas, cuyo servicio continúa a pesar de las circunstancias. «Es difícil pedir a los ancianos que se encierren en casa, sin tener en cuenta que son personas que están solas, sin una red familiar que pueda suplir las necesidades cotidianas que antes hacían de forma autónoma, como ir a comprar o pagar una factura», explica. Su labor consistía antes en organizar visitas a las casas de estas personas, que duraban unas dos horas, y en las que los voluntarios acababan trabando con ellos profundas amistades. Pero el coronavirus les ha obligado a cambiar de método. «Seguimos ofreciendo asistencia, pero con inteligencia y con precaución. Si hay algo claro es que para abatir al coronavirus hay que guardar las distancias. Los ancianos están un poco asustados. Saben que son un grupo de riesgo y tienen miedo de contagiarse. Por eso, incluso ellos mismos nos han pedido que no vayamos a sus casas y que los acompañemos telefónicamente», detalla. También se han activado para ir al supermercado en su lugar o comprarles las medicinas que necesiten, siempre con mascarillas y guantes de látex. Desde su posición llama a no estigmatizarlos: «Ni todos están contagiados ni todos son igualmente vulnerables. No es lo mismo un anciano solvente económicamente que uno que recibe una pensión mísera que le llega justa para pagar el alquiler y la luz».
«Ahora alzamos la vista»
De hecho, muchos de los voluntarios de Cáritas son precisamente personas de más de 65 años. Por eso no hay que poner solo el foco en ellos. En todo caso, Murdocca ve el lado positivo de esta situación: «Todos estamos viviendo en nuestras carnes lo que supone la soledad de la reclusión forzada. Y creo que por eso están surgiendo tantas iniciativas de ayuda al prójimo. Antes estábamos encerrados con la mirada posada en el teléfono de forma perenne, y ahora alzamos la vista para buscar la mirada del de al lado».
En las oraciones del Papa está a diario este colectivo más vulnerable al patógeno, como también la soledad y el miedo que experimentan ante este enemigo invisible. En una de las Misas matutinas que celebra cada día en la capilla de Santa Marta, Francisco pidió oraciones por las personas ancianas. «Me gustaría que hoy rezáramos por los ancianos, que sufren este momento de manera especial, con una soledad interior muy grande y a veces con mucho miedo. Nos han dado la sabiduría, la vida y la historia. Estamos cerca de ellos con la oración», reclamó.
La psicóloga Sonia Ambroset trabaja desde hace años en la Fundación Vidas, que se ocupa de dar apoyo a ancianos. Lo primero que señala esta experta en planificación social gerontológica es que la crisis del coronavirus está sacando también el lado bueno de la gente: «Nos estamos dando cuenta de que podemos contar con los vecinos. Que las relaciones humanas no son únicamente las relaciones familiares. Esto nos hace sentirnos menos solos y más conectados». Su experiencia le avala para señalar que los ancianos son, en estas trágicas circunstancias, un ejemplo de resiliencia: «Son unos maestros en esto de levantar el ánimo». «En Italia, muchos de ellos han vivido una guerra o incluso la epidemia de la gripe española, por lo que afrontan con más serenidad esta situación. Saben que habrá un fin y un nuevo inicio. Además, también son capaces de aceptar sin rechistar el enclaustramiento que impone esta situación. Para ellos estar en casa no es tan problemático como para los jóvenes», evidencia.
En su opinión, la condición de fragilidad a la que se enfrenta este sector de la población proviene de la difícil aceptación que supone resignarse a que «si pillan el coronavirus será la última enfermedad a la que tendrán que hacer frente en su vida». No obstante, avisa de que la fragilidad biológica no es equivalente a la fragilidad psicológica: «Son personas muy fuertes y sabias. Tiene una dimensión espiritual muchos más desarrollada que muchos jóvenes, lo que hace que no les dé tanto miedo el final. Además, son más capaces de generar pensamientos generosos. Algunos incluso llegan a afirmar: “Si ha llegado mi hora y tengo que irme ya, lo acepto”; o “Si me ingresan en un hospital, que salven antes a los jóvenes”», relata. Y concluye sin dudar: «Tenemos muchos que aprender de los ancianos. Por eso no hay que verlos solo como una pieza débil, sino como un modelo del que aprender».