Una oración por los armenios
El 24 de abril de 1915 es la fecha que se toma como inicio del genocidio armenio. El camino que condujo a él lo allanaron el nacionalismo, el fanatismo y la violencia
El sábado pasado se cumplieron 106 años del comienzo del genocidio armenio. Esta foto es de la ceremonia de ese día en el memorial que lo recuerda. Se levanta a las afueras de Erevan, la capital de la República de Armenia, en la colina Tsitsernakaberd. Esos monolitos que se alzan detrás de los presbíteros y los monjes de la Iglesia apostólica armenia son doce, y representan las provincias de la Armenia histórica donde se perpetró el crimen y que ahora están dentro del territorio de la República de Turquía. A una profundidad de un metro y medio arde una llama eterna en memoria de las víctimas. Una estela de 44 metros de altura, visible desde lejos, simboliza el renacer del pueblo armenio.
El 24 de abril de 1915 es la fecha que se toma como inicio del genocidio armenio. El camino que condujo a él lo allanaron el nacionalismo, el fanatismo y la violencia. Las matanzas hamidianas (1894-1896) y las masacres de Cilicia en 1909 fueron los antecedentes directos de la destrucción de las comunidades armenias del Imperio otomano.
Aquel 24 de abril se detuvo a la mayor parte de la intelectualidad armenia de Constantinopla. Abogados, escritores, profesores, periodistas, músicos… A la mayoría los asesinaron. Algunos, como el famosísimo monje y musicólogo Komitas, enloquecieron por los horrores que vieron y nunca se recuperaron. A los soldados armenios del Ejército otomano los desarmaron antes de matarlos. A los civiles los deportaron en condiciones de hambre, sed y exposición a elementos dirigidos a causarles la muerte. A algunos los trasladaron en trenes antes de abandonarlos en medio de los desiertos a merced de bandas de irregulares y paramilitares. Las propiedades armenias fueron confiscadas bajo pretexto de protegerlas. Entre 1915 y 1922, algunos historiadores señalan más bien 1923, en torno a un 1,2 millones –algunos cálculos establecen un millón y medio– de armenios habían muerto. Alienados en su propia tierra, asesinados en sus aldeas y en sus barrios, en los páramos de Siria o en las costas del mar Negro, el primer pueblo en convertirse al cristianismo –año 301, mucho antes del edicto de Constantino– había sufrido un martirio atroz.
Cada 24 de abril llegan a este memorial miles de armenios de todos los rincones del país y de la diáspora. Depositan flores. Rezan. Recuerdan. Este pueblo tiene una relación muy especial con la cruz; tanto que, como me contó una vez un amigo, desde los trazos de una cruz se pueden escribir todas las letras del alfabeto que el monje Mesrop Mashtots creó en el año 405. Sus primeras palabras en la escritura recién nacida fueron del libro de los Proverbios (1, 2): «Para aprender sabiduría es instrucción, para comprender dichos profundos».
En los últimos meses, la guerra ha golpeado a los armenios de Nagorno Karabaj. El precario alto el fuego alcanzado en noviembre del año pasado ha supuesto el control por parte de Azerbaiyán de buena parte del territorio de mayoría armenia y ha llevado la artillería enemiga hasta las puertas de la capital, Stepanakert. Aún hay prisioneros de guerra armenios que no han vuelto a sus hogares.
No podemos mirar de frente al horror. Solo cabe contemplarlo a la sombra de la cruz, a través de la cruz, aferrados a ella como un náufrago se agarra a una tabla de salvación en el marasmo de la historia. A veces tampoco se puede decir nada que consuele la pérdida irreparable que sufrió –y sufre– el pueblo armenio. No hay más que contemplar y orar.
Esta columna eleva hoy una oración por el pueblo armenio.