Una nueva familia para quien perdió la suya por las drogas o la cárcel
Las drogas arruinaron la vida de Vicente Gutiérrez y Diego Becerra. Con la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos se obró la resurrección
«No sé cómo se está en el cielo, pero sí conozco el infierno, y en el piso de Las Tablas de la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos he estado en la gloria». Vicente Ángel Gutiérrez Jiménez descendió a los abismos de las drogas cuando tan solo tenía 15 años. Desde entonces, y hasta sus 55 años de edad, su vida se resume en unas pocas palabras: droga, más droga, mucha más droga, cárcel… Y resurrección. «Yo era un buen estudiante pero lo dejé todo por la droga», confiesa a Alfa y Omega. Su adicción le terminó llevando a prisión. «Me condenaron a 22 meses de cárcel por robo con fuerza». Al salir del centro penitenciario intentó rehabilitarse en Proyecto Hombre. La cosa iba tan bien que, tras la muerte de su padre, intentó reabrir el negocio familiar de venta de muebles. Pero «los resultados no llegaron» y, ante el fracaso, Vicente volvió a buscar evasión en las sustancias tóxicas. Concretamente, lo encontró en las Barraquillas y en Valdemingómez, los dos mayores poblados chabolistas de España, donde vivió y trabajó doce años como machaca al servicio de los clanes gitanos de la droga [los machacas son drogodependientes que trabajan como esclavos a cambio de su dosis diaria de la sustancia a la que estén enganchados].
La puerta del infierno se abrió para él cuando, después de una década viviendo exclusivamente para las drogas, se reencontró con su madre. Le impactó mucho «verla tan mayor. No tenía ese recuerdo de ella y ahí decidí que no podía seguir así». Ingresó voluntariamente en un centro de estabilización social para toxicómanos y, después de seis meses, le derivaron al piso de las tablas de la fundación del padre Garralda. Allí siguió el Proyecto Cardenal Martini, que ofrece alojamiento y un programa personalizado de deshabituación de drogas para cada usuario en coordinación con el centro ambulatorio de referencia de cada paciente. Además, «me ayudaron de la mejor forma que se puede ayudar a un toxicómano, dándome cariño y tratándome como una persona y no como alguien que ha hecho algo mal», afirma.
Vicente Ángel Gutiérrez Jiménez obtuvo el alta terapéutica el 26 de enero de 2017. Unos meses antes, en noviembre de 2016, había logrado encontrar trabajo como conserje en un garaje en una empresa de servicios auxiliares. La resurrección se completó hace tan solo un mes cuando alquiló un piso en el que vive actualmente. «Al salir del trabajo ya puedo decir: “me voy a casa”». En gran parte, «ha sido gracias al padre Garralda», al que Vicente no duda en calificar como «un santo del siglo XXI».
La otra cara de las drogas
Las drogas también provocaron el ingreso en prisión de Diego Becerra, pero en su caso no fue por consumirlas, sino por transportarlas. «Yo tenía a mi familia, una pequeña empresa y mi bar». Pero ahogado por las deudas «tomé la decisión más fácil: el narcotráfico».
El trabajo parecía relativamente sencillo: descargar la mercancía y transportarla hasta Madrid y otros puntos de Europa. Resultó ser todo lo contrario: «He visto muertos, navajazos, cómo han quemado a gente, he visto morirse a dos compañeros míos. Nos fueron a robar y me infectaron el VIH con unas jeringuillas para quitarnos todos. Me destrozaron la vida».
Y, al final, la cárcel. Diego cumplió seis años en prisión y, en el ínterin, perdió a su familia, su empresa y su bar. De tal forma que no podía acceder al tercer grado —régimen que se desarrolla en semilibertad y para el que es necesario tener un lugar al que ir— por no tener casa a la que volver o una familia que respondiera por él. Por ese motivo, «me fueron denegando, uno a uno, todos los recursos que presenté para acceder al tercer grado». Todo cambió cuando su abogado y la trabajadora social de la cárcel en la que cumplía condena le hablaron de la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos. «Yo no tenía a quién acudir ni a donde ir, y me animaron a escribir a la fundación». A los dos días de enviar la carta, llegó la respuesta: «Tú no te quedas en la cárcel, tú te vienes aquí con nosotros». De esta forma, Diego fue aceptado en el Programa Javier, que trabaja en la reinserción social de los internos y que proporciona residencia a los presos que no tienen casa y que por ello no pueden recibir un permiso penitenciario.
A las tres semanas, durante Navidad, Diego Becerra recibió el primer permiso. Entonces, conoció al padre Garralda. Tras su puesta en libertad, se trasladó a vivir a un piso de la fundación. «Esta es la familia que perdí», asegura entre lágrimas. «Aquí, de verdad, me siento como en casa. He experimentado un cambio radical, no solo por el esfuerzo que he hecho, sino por el esfuerzo que habéis hecho vosotros para mí».
Precisamente, este es uno de los objetivos del Programa Javier, que aspira a convertirse en «una nueva familia de acogida para chicos que perdieron la suya en prisión», explican desde la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos que, desde 1990, ha tutelado a más de 4.000 internos para poder salir de permiso de prisión.