Una nueva creación para una nueva misión
Domingo de Pentecostés / Juan 20, 19-23
Evangelio: Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario
«Hoy han llegado a su término los días de Pentecostés». De esta manera se expresa la liturgia en la antífona del magníficat de las II vísperas de la solemnidad que celebramos en este domingo para manifestar que el envío del Espíritu Santo es «para llevar a plenitud el misterio pascual» (prefacio de Pentecostés). Llegamos al culmen de la Pascua, el don maduro de la cincuentena que hemos celebrado: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Junto al cumplimiento que hace Jesús de su promesa de que volverían a verle y de que les infundiría su paz y su alegría, lleva a término la promesa de la efusión del Espíritu Santo. Jesús comunica el Espíritu Santo a sus discípulos con un gesto que nos evoca a la creación del ser humano: «Entonces el Señor Dios (…) insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 2, 7). Es el signo que da unidad a su misterio pascual porque refleja también la entrega del Espíritu en la cruz: «E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19, 30) y el agua que salió de su costado (cf. Jn 19, 34). Gracias a la acción del Espíritu Santo el cristiano se convierte en una nueva creación, recibe una vida nueva. Una vida que nace de su entrega hasta el extremo significada en sus llagas gloriosas. Es una vida que irrumpe en las casas cerradas trocando el miedo a la muerte por la paz y el gozo de la Resurrección. Es una alegría que nunca nos será arrebatada (cf. Jn 16, 22) porque ya no está amenazada por la muerte. Existe una relación que siempre es fuente de paz y alegría. No hay circunstancia que no sea ocasión de relación con el que es la resurrección y la vida. El mal y la muerte han sido vencidos para siempre y se ha injertado en la naturaleza humana un germen de vida eterna, anclando para siempre la esperanza a la vida. Desde que la piedra fuera quitada del sepulcro, todo es posible para Dios; si no es ahora será cuando Dios haga descender la nueva Jerusalén e instaure un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Ap 21, 1-2).
«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Una misión nueva requería una vida nueva, un espíritu nuevo. Una misión así, sin una nueva creación, no sería ni fácil ni difícil, sería simplemente imposible. Participar de la misma misión del Hijo eterno del Padre requería la acción del Espíritu eterno del Padre. Como le dijo Jesús a Nicodemo, se trata de «nacer de nuevo», porque «lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3, 6). La Iglesia celebra la fiesta de Pentecostés con la conciencia cierta de que sin la acción del Espíritu no podría llevar a cabo la misión encomendada, no tendría ningún poder para liberar al mundo del pecado y de la muerte. Pero confiada en el mandato de Cristo y en la perenne efusión del Espíritu, la Iglesia se presenta ante el mundo como la prolongación del designio salvífico de Cristo que quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4).
Es el Espíritu Santo el que «infundió el conocimiento de Dios en todos los pueblos» (prefacio de Pentecostés) y, por tanto, es el verdadero protagonista de la misión eclesial. La Iglesia lo que hace es reconocer y secundar la acción del Espíritu que prepara, realiza y consolida la acción del Evangelio en el corazón de cada hombre. La Iglesia confía su testimonio, para que los hombres puedan reconocer la presencia y el amor de Dios, a la acción del Espíritu que suscita el deseo de felicidad, siembra la semilla de la Palabra y otorga la fe.