Una noche repartiendo ropa y torrijas a drogodependientes de la Cañada Real
La asociación Bocatas acude cada viernes con su furgoneta a una zona de este asentamiento para dar comida y ropa a los drogodependientes
Viernes de Cuaresma. Como cada viernes, Bocatas acude con su furgoneta a la Cañada Real a dar comida y ropa a los drogodependientes, aunque en realidad esto es casi lo de menos; lo importante es la amistad y la compañía. Y la charla. «Esta es la primera conversación normal que he tenido en el día», dice José, uno de los habitantes de esta zona del poblado chabolista que se ha convertido en el mayor supermercado de la droga, cogiendo el relevo de Las Barranquillas tras su desmantelamiento –ahí comenzó la labor de Bocatas, después de haber tenido un primer contacto con las personas sin hogar en los bajos de Azca de los 90–.
Abrahán se acerca con cautela a la furgoneta a buscar su ración de macarrones con salsa de verduras y atún y sus torrijas de postre. El vehículo está situado, como siempre, junto la parroquia Santo Domingo de la Calzada, en el corazón de la Cañada Real. Sector 6, desde octubre sin luz, pero allí es lo de menos porque los más descartados de los descartados vagan entre tiendas de campaña tipo iglú en las que, con suerte, se alumbran con linternas y con las hogueras que han encendido dispersas por el solar.
En una de estas tiendas vive Abrahán, con su chica dice, pero no la vemos. A los 13 años tonteó por primera vez con las drogas, a los 16 estaba ya enganchado y ahora, con 33 años, «quiero salir, ya no es vida esto; si podéis conseguir un trabajo…». «Yo he sido carnicero», añade, aunque la mayor parte de su vida la ha pasado en Las Barranquillas, Pitis, la cárcel y la Cañada. Tiene familia, pero no la ve: «No puedes estar drogándote y con la familia, porque la arrastras».
Abrahán depende de la heroína y la cocaína, pero ahora cada vez hay menos droga en la Cañada y además «viene muy cortada: engancha más todavía y hace más daño, porque te metes mierda». Lo de que cada vez hay menos droga nos lo había contado Ignacio en el coche, de camino al poblado desde la parroquia Santo Tomás Apóstol, en San Blas, donde Bocatas tiene sus cocinas y su almacén. Ignacio tiene 25 años, pero ya es experto porque lleva desde 2º de Bachillerato yendo al reparto. «Ahora la droga ha vuelto a la ciudad, a los narcopisos –cuenta el joven–, y por eso desde hace unos meses también están viniendo los gitanos a por comida».
Porque en este sector, básicamente los que están son los «gitanos que venden la droga, y aquellos que la consumen». Lo que en un principio eran relaciones fatales entre ambos grupos –también con Bocatas– se ha convertido en los últimos tiempos en una especie de statu quo de respeto convivencial que «era impensable», reconoce Jesús de Alba, uno de los iniciadores de Bocatas, al que todos conocen como Chules.
El Iván hace las veces de jefe de los gitanos. Muy joven, con una gran cruz colgada del pecho y rodeado de otros cuantos amigos, se suma al encuentro. Todos los viernes lo hace. Es su forma de controlar y de mostrar su autoridad. Charla con los voluntarios más jóvenes, se ríe, pone música, fuma… Cuando estemos a punto de irnos, rozando el toque de queda, aparecerán su mujer y su hijo pequeño, recién echado a andar.
De camino a la Cañada, ya de noche, pasamos por lo que antes era El Gallinero, uno de los asentamientos desmantelados por el Ayuntamiento; el realojo de las familias que allí vivían no ha sido fácil. Donde estaban las chabolas ahora hay montones de tierra, los mismos con los que han rellenado en el sector 6 las zonas en las que, también, se va destruyendo el asentamiento. «Lo hacen para que no vuelvan a construir», explica Chules.
Junto a uno de esos montones hablamos con Ricardo, desdentado –en la Cañada no son tan cumplidores con las mascarillas; lo de menos para sus descartados es la COVID-19–, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Ricardo tiene tres hijos, nos cuenta, que no viven con él porque está separado de su mujer, con la que está en pleitos continuos. Les ha cogido un montón de comida que se está organizando en bolsas para poder volver a su ¿casa?, que no es en la Cañada, sino en Valdecarros, aunque «por desgracia» va todos los días a la Cañada. Ahora está con la metadona e intentado arreglar algún tipo de prestación social. No para de decir «por favor» y «muchísimas gracias», haciendo muy suya esa invitación del Papa a tener siempre en la boca un «permiso, gracias y perdón».
Más de 1.300 familias atendidas en pandemia
Volvemos a la tienda de Abrahán. Ha salido a por más torrijas, que les encantan porque sus cuerpos les piden glucosa; de ahí que también prefieran pasta y arroz antes que verduras o legumbres, y que les lleven también chucherías. Esto nos lo ha contado el mismo viernes por la mañana la cuadrilla de jubilados de la parroquia Santo Tomás mientras hacían las torrijas. Al frente del equipo está Pedro, que ha trabajado durante 52 años como repostero en La Casa de Mónico.
Juan, con cuatro stents coronarios y por eso de altísimo riesgo, también está en la cocina. Cuenta que «hasta que la incidencia no bajó de 400, no volví a la parroquia». Les acompañan Santiago, ebanista; otro Santiago –el mayor porque es más alto, bromean–; y Fernando, maderero, que tiene a su mujer, Mari Carmen, en la planta superior atendiendo el ropero de Cáritas. Hasta la pandemia, hacían las comidas de los drogodependientes de la Cañada y también lo que se terciara para la parroquia: cenas, comidas, aperitivos… «¿Seguisteis cocinando en el confinamiento?». «¡Es cuando más hemos trabajado! Con la hecatombe…», sentencia Juan.
Lo confirma el párroco, Jorge Delgado. Entre marzo y junio llegaron a atender a más de 1.300 familias. «Yo no quiero borrar este año del calendario por todo lo que he aprendido: la grandísima generosidad y gratuidad de la gente». Al principio, se organizaron con familias voluntarias para llevar las comidas a los beneficiarios a sus casas. «Ni el Amazon mejor del mundo pudo competir con nosotros», bromea. En total, más de 500 personas voluntarias que hicieron de esta experiencia un «encuentro humano con la gente» y no una simple entrega de alimentos. «Si nos llegamos a poner de perfil al comienzo de la pandemia, nos hubiésemos perdido lo que Dios nos tenía preparado», asevera.
Entre esos voluntarios también hay gente muy alejada de la Iglesia. Como María Jesús, que ahora no sale de ella. Esta mujer que pasa de los 60, jardinera del Ayuntamiento de Madrid y vecina de la parroquia, reconoce que podía haber vivido un confinamiento de lujo en su casa con terraza, con su sueldo, sin trabajar… «Lo tenía todo para ser feliz, pero en abril empecé a pensar qué podía hacer por la gente. Sin ser religiosa, soy muy espiritual y sí creo que hay algo más grande». Ahora, María Jesús es la «abuela de Bocatas». «Yo juzgaba mucho, pero en realidad el corazón no tiene nada que ver con las ideas». Su vida ha cambiado tanto que «no echo de menos la de antes» porque estas vivencias le han hecho a María Jesús «abrir la mente, y por tanto el corazón, y aceptar y apreciar a todos». Tanto, que los considera su familia, y prueba de ello es la bendición de la mesa que hacen, como en las familias, cuando el tiempo apremia y comen en la parroquia.
Para Moja –así, tal cual, es como llaman en la parroquia a Mohamed–, es más que una familia. Lo conocemos un rato antes de partir hacia la Cañada, cuando está fregando una inmensa sartén en la que esa tarde más voluntarios han estado preparando la salsa de los macarrones. Moja es marroquí. Se pasó a Ceuta y allí vivió en un centro para menores no acompañados hasta el mismo día que cumplió los 18. El salto a Madrid le llevó a una casa okupa en El Molar, pero ahora se ha estabilizado en un piso en Ascao y con un curso de cocina que está haciendo gracias a Cesal. Como su amigo Hamza, también marroquí, también exmena, también exocupa (él en Fuenlabrada) y también alumno de cocina de Cesal. A ambos los veremos, ya de noche en la Cañada, sirviendo comidas y charlando animadamente con los drogadictos y los gitanos.
Bocatas y Santo Tomás Apóstol funcionan en una simbiosis perfecta. «Es todo uno; sin la parroquia, esto no sería posible», nos dice María, el alma mater de Bocatas, aunque ella huye de cualquier etiqueta. Toda la planta baja de la parroquia es un inmenso almacén, vacío antes de la pandemia, pero ahora lleno de comida, ropa, colchones, mantas, edredones, carritos de bebé, muebles de casa. Todo, para las familias más desfavorecidas. El boom llegó en realidad con el coronavirus porque antes Bocatas estaba centrada en el acompañamiento a los drogadictos. «El año más intenso y bonito de los 25 de Bocatas», reconoce Chules.
«Aquí ya no dices “esto es un milagro” sino “¿cuál es el milagro de hoy”?», y así define María el día a día en pandemia. «Todo esto son obras que Dios te permite ver –añade el párroco–. Ni en mis mejores cálculos sale una cosa tan bella». Y lo seguirá permitiendo, porque los casos de necesidad van en aumento: la gente en paro sigue sin encontrar trabajo y están entrando nuevos desempleados por el cierre de negocios que trataron de aguantar hasta el final.
«La gente se une a una amistad, no a una estructura»
Regresamos a la noche en la Cañada. Le contamos a Abrahán que por la mañana hemos visto cómo la cuadrilla de jubilados de Santo Tomás Apóstol han hecho las torrijas, cerca de 400. Y José, Jose para todos, así, sin tilde, el vecino de tienda de Abrahán –«estamos aquí por la puta droga», nos ha recibido–, dice desde dentro que están «muy buenas, muy empapaditas». Se ha comido ya unas cuantas y cuando asoma por la puerta con cremallera del iglú se intuye a su compañero: un brazo extendido, una goma verde atada y los restos de un chute.
Aunque en Bocatas han visto a drogadictos dejar atrás esa vida –como El Meji, al que conocieron en Las Barranquillas y que ahora es guardés en un colegio en Barcelona–, lo cierto es que no es fácil. Por eso, como dice Chules, Bocatas, que nació entre un grupo de amigos que se hicieron amigos de los pobres, sigue funcionando como esa «relación de amistad con los pobres». Es necesario, destaca, «que la sociedad pase de estar burocratizada a ser humana, porque este problema es humano y la solución pasa por lo humano: conocer al otro, cogerle cariño, cuidarlo».
Bocatas hace vida con ellos: se hacen amigos, se van de vacaciones juntos, al teatro, al cine… «Siempre hemos propuesto una vida: al pobre hay que ofrecerle la vida de la Iglesia». Y una oferta desde la amistad, asegura, al estilo de Jesucristo: «La vida de Cristo con los apóstoles era de amistad». «La gente se une a una amistad, no a una estructura», y desde ahí, «imposible no preguntarse de dónde sale tanta gratuidad». Chules apunta la respuesta al finalizar la visita del viernes a la Cañada, cuando los integrantes de Bocatas, a los que se unen también los gitanos, rezan un avemaría: «Esta es la potencia de Dios».