Una mano tendida frente al odio nazi
En la pesadilla de la persecución antisemita, una madre de familia judía encuentra la mano tendida de un extraño y un colaborador de Pío XII. Después de 75 años, los hijos de los protagonistas de tanto coraje y generosidad cuentan con sencillez, la «elección forzada» de los padres fieles al mensaje cristiano
El 27 de enero de 75 años atrás, las tropas del Ejército Rojo entraron en el campo de concentración de Auschwitz y encontraron a decenas de personas. Eran los sobrevivientes que no habían podido marchar con los soldados alemanes que habían salido del campo unos días antes, arrastrando a cientos de prisioneros e intentando borrar las pruebas del plan puesto en marcha para exterminar a los judíos. Por iniciativa de la ONU, desde 2005, el 27 de enero se celebra en el mundo el Día de la Memoria.
Escribiendo las páginas de la historia, también hay quienes fueron destinados a Auschwitz, pero nunca llegaron allí porque fueron arrebatados a la furia nazi por la generosidad de algunas personas. También fue extraordinaria la esperanza y la fuerza de una madre de familia judía.
Hablamos de la familia Terracina –padre, madre y cuatro hijos– rescatados por la señora Anita Tana, que la había conocido por primera vez sólo unos días antes. Todos fueron bienvenidos a su simple y pequeño hogar. El padre, la madre y el niño que llevaba en su vientre permanecieron con la señora Tana durante más de un año, mientras que el niño de seis años fue acogido después de unas semanas por la familia Cencelli y las dos niñas de siete y cuatro años fueron escondidas en el convento de las Hermanas Doroteas en el Janículo. Todas estas personas se expusieron al riesgo de represalias por parte de los fascistas y los nazis que no dejaban escapatoria a los que escondían a los judíos.
La historia, que revive en las entrevistas a los testigos aún vivos, tuvo lugar en los días en torno al 16 de octubre de 1943, que pasaron a la historia por el feroz rastrillaje en el gueto y en otras zonas de Roma. En la redada fueron capturadas 1259 personas, de las cuales 1023 fueron deportadas al campo de exterminio de Auschwitz. Sólo 16 de ellos sobrevivieron, 15 hombres y una mujer.
La señora Letizia Terracina, que murió hace unos años a la edad de 105 años, dijo que al principio llamó a la puerta de amigos para pedirles ayuda, pero se encontró con muros de miedo. Entonces, un día, al encontrarse con la señora Anita Tana en una carnicería, encontró el coraje de dirigirle su súplica desesperada por la vida de sus hijos y del bebé que esperaba, ya en su octavo mes. Quizás los ojos de aquella señora, originaria de Ferrara, habían traicionado lo más profundo de su corazón: la señora Anita, a la que esos niños llaman hoy «una mujer muy buena y muy religiosa», vivía con su marido, gravemente discapacitado a consecuencia de la Primera Guerra Mundial, en un departamento de dos habitaciones. Ella abrió la puerta de su casa a esa familia perseguida, porque ninguna lógica racial podía oscurecer el mensaje cristiano de fraternidad con el cual se había alimentado.
En una entrevista concedida por la señora Letizia Terracina en 1996 a la Fundación Yad Vashem de Tel Aviv, cuando tenía 92 años, señaló lo que la señora Anita y su marido inválido fueron capaces de hacer, subrayando una particularidad: dejar su cama a esa pareja desesperada, dormir en un sofá hasta que los Aliados llegaran para liberar a Roma.
Aquel recién nacido hoy tiene poco más de 75 años. Se llama Fernando y nos relató que la señora Tana, en sus últimos momentos de vida, lo quiso cerca de ella.
La emoción de Fernando Terracina es fuerte cuando cuenta que fue el más «afortunado» de sus hermanos porque «no era consciente de las atrocidades que estaban sucediendo y porque nunca se separó de su madre». Pero también nos confía que a menudo tenía pesadillas en el sueño a la edad de seis u ocho años, cuando supo que su abuelo paterno y algunos de sus primos murieron en Auschwitz y comprendió algo de la angustia y los riesgos experimentados por su familia. Sueños en los que debía «tratar de escapar con esfuerzo de los alemanes». También son muchos los recuerdos de las dos hermanas, Milena y Bettina, que cuentan la serenidad que se respiraba en el convento y cuán difícil fue salir. Bettina, la mayor, no logra hablar de ese pasado: apenas puede hablar de la inquietud que sigue sintiendo hoy en día si oye el copioso chorro de agua del grifo. La memoria se remonta a un episodio preciso: unos soldados alemanes habían irrumpido en la casa de la señora Tana que, para cubrir las voces de las niñas y del recién nacido que había dejado en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua con la máxima potencia. La pequeña Milena no entendía el riesgo, pero esa niña de nueve años, instruida por sus padres, sentía terror. Las niñas fueron entonces acogidas por las monjas que las «confundieron» entre las niñas que educaban provenientes de buenas familias. Entre tantas sensaciones, Milena recuerda, con una sonrisa, la sensación de paz que le transmitieron las monjas.
El compromiso de la familia Cencelli y el Vaticano
Quien llevó a las dos hermanas a las monjas fue el señor Armando Cencelli, empleado del Vaticano, que junto con su esposa Luisa, se llevó al niño pequeño, Leone, quien hoy subraya que fue tratado como un hijo.
El hijo de los Cencelli, Massimiliano, era hijo único y vio llegar de un día a otro a un «hermanito» de su edad, con el que tuvo que compartir todo. Después de tantos años nos dice hoy que lloró cuando lo vio marcharse. Pero sobre todo nos habla, hoy a 75 años de la liberación de Auschwitz, de la elección de sus padres como si se tratara de una «decisión normal, descontada por dos personas profundamente creyentes y tocadas por el mensaje de Cristo».
Massimiliano Cencelli pasó su vida comprometido en roles políticos y pasó a la historia por el así llamado Manual Cencelli, con el que describió los mecanismos de división de encargos y roles políticos. De su padre, colaborador de Pío XII, recuerda la extrema sencillez. Nos cuenta que a menudo escuchó en su casa historias de muchos otros rescates de judíos, queridos y llevados a cabo por el mismo Pío XII, comenzando por los cientos de hombres escondidos como guardias palatinos o mujeres acogidas en palacios o conventos del Vaticano. Describe al Papa de aquellos años oscuros como un hombre esencial, que cenaba en aquellos días con un vaso de leche, y que hablaba con sus colaboradores del dolor de lo que estaba pasando.
Cuando se habla de humanidad y diversidad religiosa, Maximiliano Cencelli afirma con firmeza que «en cualquier caso, sólo hay una raza humana, el resto son inventos de poder». Y de las religiones nos dice: «No pueden ser definidas como tales si no preservan la humanidad».
Queda el drama del odio racial y de los campos de concentración narrado por el sobreviviente Primo Levi como «algo que ha sucedido y que no puede volver a suceder». Pero también queda el gesto de amor de quienes acogieron a los perseguidos en sus casas, compartiendo los pocos recursos de la guerra y poniendo en peligro su propia existencia. Ese gesto ha dejado otra huella: la de un movimiento de humanidad y de un profundísimo testimonio de fe.
Fausta Speranza / Vatican News