El fin de un documento canónico tan relevante como la primera encíclica del Papa Francisco, Lumen fidei, no es el de ilustrar, sino el de confirmar a sus hermanos «en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre»; luz para caminar rectamente, para ser responsable en el ejercicio de la libertad personal, para no extraviarse en la tiniebla, para reconocer la realidad y reconocerse como criaturas de Dios. Luz, sobre todo, para descubrir su huella y su obra.
Ramón Llull, franciscano de la Orden Tercera, en las Horas de Nuestra Señora, al referirse a la fe, afirma: «La fe es una virtud con que entiende la verdad nuestro entendimiento cuando entiende sobre su poder», como entendió María al saludarla Gabriel; por ese acto de entrega, consciente y generosa, el Dios Verbo se hizo carne y presencia en la historia de la Humanidad. Es ésta la presencia fiel del Creador que ilumina en el tiempo el camino del ser humano.
Vuelve a nuestra memoria la plegaria del ciego Bartimeo, un mendigo que quiso esperar al Hijo de Dios, «sentado junto al camino» a la salida de Jericó. Hasta nosotros llega su grito:
«¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!», súplica que merece la pregunta cercana del Maestro:
«¿Qué quieres que te haga?».
La respuesta no puede ser más angustiosa:
«Señor, que vea».
Y la propia fe obra el milagro: «Anda, tu fe te ha salvado».
El evangelista añade: «Y al instante recobró la vista, y le seguía por el camino»; la fe, como impulso para seguir y caminar junto a Cristo.
El Papa nos añade: «La fe ve en la medida que camina», no es nunca pasiva ni se recrea en la indiferencia equidistante. Por ello, cultiva «ese saber compartido, que es el saber propio del amor».
La fe cristiana es siempre una fe que alienta en la comunión fraterna de la Iglesia, unida en la profesión de un mismo Credo. Así, nos dice el Papa: «La fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro». Para fortalecer y consolidar esa convivencia, los cristianos debemos «volver a la verdadera raíz de la fraternidad», ya que «la historia de la fe es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos».
La encíclica nos confirma también en el paso de la luz de la fe a la visión de Dios. «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). Al final, añade el Papa, creer y ver están entrelazados: «El que cree en mí, cree en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 12, 44-45). Para alcanzar esa visión, como nos recuerda una de las Bienaventuranzas, es condición necesaria la limpieza del corazón; humildad, al menos, para reconocer las propias faltas, y confianza en el perdón del Padre. Un perdón que, en el sacramento de la confesión, nos devuelve la luz para reconocer y disfrutar de la belleza transparente del mundo, sin caer en la tiniebla. La luz, la luz siempre, mehr Licht, como pedía Goethe en sus últimas horas.
Luminosa es también la oración dirigida a María, «madre de la Iglesia y madre de nuestra fe», con que el Papa concluye la encíclica. Recuérdanos, le pide el Santo Padre, «que quien cree no está nunca solo». Es cierto, porque la fe nos descubre siempre que nuestra dignidad personal va unida al reconocimiento del hermano.