Una ley propia al margen de Dios
Poco a poco, rasga nuestro corazón la obligación de perder el miedo a señalar este cáncer que es capaz de convertir a la víctima en verdugo
«No os dejéis engañar con que la vida es poco». Hubiera agradecido tener estos versos de Bertolt Brecht más presentes. Tal vez la prisa o el afán de transitar algún lugar insólito me llevaron a vivir sin valorar las consecuencias de las pequeñas decisiones que tomamos a diario. Quise rellenar mi rutina de experiencias sin saber que, en realidad, vaciaba mi mente de la imagen de mí misma que evitaba confrontar, huía de mi verdad. Sentirnos frágiles, saber la herida, es indispensable para vivir conscientemente y madurar.
Yo pasaba por el mundo arrasada por la soledad y en esa sensación de vacuidad dejé entrar, con la ciega sencillez del que confía, el mal en mi vida. Soy una mujer joven que se reconcilió con su fe hace unos años, al dar por fin con una parroquia en la que aprender a orar y a hacer camino. No había descubierto aún los velos que esconden el abuso y opacan su propósito cruel. Obvié lo inadecuado de recibir, de madrugada, mensajes sobre la mística del cuerpo por parte de un sacerdote de aquella comunidad. Tampoco quise ver lo extraño de una invitación a la ópera que pronto delató sus intenciones cuando, al apagarse la luz del palco, rompió toda distancia corporal. Recuerdo con angustia aquella escena y cómo, con su red sutil, tejida con palabras dulces y ensoñaciones literarias, el cazador pervirtió mi libertad. Desoí sus idas y venidas, su brusquedad, sus argumentaciones retorcidas, incongruentes, repletas de vanidad y carentes de empatía: una ley propia al margen de sus votos y de su vida comunitaria que se cuidaba de practicar lejos de quien pudiera detectar la oscura dimensión de su apariencia real. Decía ser un mendigo de cariño, confesó mantener relaciones con otras mujeres y encontró la forma de convencerme de que aquel vínculo era distinto y especial. Se infiltró en mi día a día, en mi casa, entre mis sábanas, y aprovechó aquella intimidad para dañarme deliberadamente, vejándome como mujer y violando todos los límites de la confianza que le había regalado. Quiso ahogar mi integridad y dominar mis emociones, quizás para sentirse dueño de algo, imponiendo un mecanismo de control con que compensar la pobreza de su propia condición. Uso el presente de indicativo para hablar del abusador: su forma de vivir, por más que él lo repita, no viene de Dios, y el daño que infringe, racional y razonado, no se justifica con ningún trauma anterior.
Relaté mi historia a un hombre sabio y gracias a su auxilio comprendí que había sido invadida y vagaba desnortada. Me brindó su ayuda y encontré en Repara un espacio en el que reconstruir mi dignidad. Allí he sido escuchada y entendida, sostenida de la manera más coherente y honda que pudiera imaginar. Este acompañamiento reavivó mi carácter e instauró en mí la necesidad de confiar en la justicia. Tardé casi dos años en denunciar lo sucedido y recibí una respuesta repleta de buenos propósitos que poco tenían que ver con mi idea de reparación, con mi anhelo de ver cómo los ecos de lo acontecido permeaban en la sensibilidad de una Iglesia herida y desmembrada. Hoy observo cómo la esperanza se abre paso a pesar de nosotros y, poco a poco, parece rasgar nuestro corazón la obligación de descorrer el velo del abuso, de luchar contra lo vago perdiendo el miedo a señalar este cáncer silencioso que es incluso capaz de convertir a la víctima en verdugo. Desvelar esta embarazosa verdad me ha devuelto la salud, velar mis heridas me ayuda a cimentar mi paz. El poema de Brecht acaba así: «El lodo, a los podridos. La vida es lo más grande: perderla es perder todo».