Hablar de justicia en África implica denunciar un doble rasero: una justicia para los poderosos-culpables y otra para los vulnerables-inocentes. Lo demuestro con una historia.
Abdul tiene 13 años y desde hace unos meses sabe que en una parte de su cabeza no le crecerá jamás el pelo por un inocente juego con sus amigos que casi le cuesta la vida. Desde entonces, Don Bosco Fambul lucha por ver en la cárcel a quienes le infligieron dolor sin sentido mientras él se recupera de sus heridas físicas y, sobre todo, psicológicas.
Una tarde, jugando, decidió esconderse en la vivienda de unos vecinos. Después de saltar una valla nada más se supo de él. El juego acabó en secuestro y en maltrato: sin comer, golpes con cinturones y cables de acero, cortes, descargas eléctricas y la cabeza quemada con una plancha. ¿Qué puede pasar por la mente de una persona para querer hacer daño así a un niño de 13 años?
Abdul cuenta que hasta llegó a escuchar cómo querían matarlo y descuartizarlo para deshacerse de él… A los seis días logró escapar por la noche. Detuvo una moto y, por fortuna, era un militar que lo llevó a la Policía. Inmediatamente nos avisaron a los salesianos para ir a buscarlo e iniciar las diligencias judiciales y sanitarias.
Los maltratadores son gente acomodada. Tienen estatus, poder e influencias. En el juicio se presentaron con doce abogados defensores que acorralaron a Abdul con preguntas en un inglés que él apenas entiende: «Así que jugabas a policías y ladrones y tú eras el ladrón, ¿verdad?». «¿Tú eres un ladrón?». Y Abdul asintió sin saber lo que decía. Los abusadores salieron libres bajo fianza. Esta es la justicia para los ricos-culpables. Esto es impunidad en su máximo nivel.
Abdul, por seguridad, volvió a Don Bosco Fambul y tenemos su custodia legal. Estudia un oficio y el recurso de su caso lleva dos años archivado en el cajón de algún juez corrupto de la Suprema Corte de Injusticia. No ha faltado alguien que viniera a ofrecernos dinero para cerrar el caso con un «acuerdo amigable». Increíble pero real. Esta es la justicia para los vulnerables-inocentes.
Las heridas abiertas de Abdul claman al cielo por justicia, una justicia que se hace esperar más de lo deseado, y no desesperamos, aunque cada vez me cuesta más creer en la justicia sierraleonesa. Siento una gran impotencia y no me queda más que confiar en Dios y esperar que «Él haga justicia a los afligidos del pueblo, salve a los hijos de los pobres y aplaste al opresor» (Sal 72,4).