Arranca una nueva legislatura con una mayoría de izquierdas como soporte parlamentario del nuevo Ejecutivo y a algunos les falta tiempo para restaurar la vieja cuestión religiosa. Cada cierto tiempo arrecia el tema y se desatan viejos prejuicios. Que si la fiscalidad, que si el mal llamado Concordato, que si la escuela y la enseñanza de la religión… Por si no fuera suficiente, ya tenemos sobre la mesa el debate sobre la eutanasia. Y, una vez más, parece que el tema solo pudiera preocupar a los creyentes, especialmente si somos católicos. Hay quienes lo viven como una afrenta y hay quienes están encantados de que así sea.
Las controversias entre poderes están bien para mantener la tensión y para que ciertos sectores poco dialogantes mantengan viva la llama de los agravios, por un lado, y la de los privilegios, por el otro. Se trata de un debate ficticio. Ni la Iglesia es un poder, ni un contrapoder, ni el Estado es un comecuras anticlerical cuya misión es fastidiar la vida de los católicos. En realidad, para no engañarnos, lo que los católicos pensemos o no pensemos ha dejado de ser relevante. Ese es el verdadero problema. Nuestro interlocutor de la Iglesia es la sociedad en la que vivimos. Y es con ella con la que debe instaurarse un diálogo fluido y enriquecedor que permita establecer relaciones de respeto y confianza.
Hace dos siglos el católico Montalembert acuñó el lema «Una Iglesia libre en un Estado libre». Él, como otros tantos católicos liberales franceses, creía que el catolicismo era tan fuerte y vigoroso que no necesitaba del apoyo de los poderes del Estado. Pues bien, en esas seguimos.