Una hora que llena toda la semana - Alfa y Omega

Una hora que llena toda la semana

La inmensa mayoría de personas a las que atiende el equipo de Pastoral de la Salud de la madrileña parroquia de Santa María de la Esperanza están solas. «Y si tuviera 100 voluntarios, los tendría a todos ocupados», asegura su coordinadora. Hay mucha necesidad… de compañía

María Martínez López
Pilar y María del Mar, durante uno de sus paseos. Foto: Archimadrid/José Luis Bonaño

María del Mar ha pasado los últimos años en varios centros de rehabilitación. Su madre ya no puede ir a verla, porque «es muy mayor y está en una residencia». Una tía, también anciana, la visita semanalmente, si el tiempo y los achaques se lo permiten. Otro rato de la semana lo pasa con una acompañante contratada. Pero no perdona la visita que cada viernes le hace Pilar, una voluntaria de Pastoral de la Salud de la parroquia Santa María de la Esperanza, de Madrid. «Estoy deseando que llegue ese día para salir» –asegura–, aunque sea a tomar algo en una cafetería al otro lado de la calle.

«El otro día –comparte Pilar–, María del Mar estaba un poco sublevada, enfadada con todo. Pero en un momento que me separé de ella, dijo a dos trabajadoras que “esta mujer viene cada semana porque es mi amiga y me quiere”». Momentos así –añade– hacen ver que su labor da fruto.

Ocho años sin salir

Pilar se incorporó hace tres años a un equipo de 18 personas que funcionaba desde hace décadas, pero que en los últimos años se ha transformado. Han pasado de ser mujeres y dedicarse solo a los mayores a admitir a hombres, apostar por la formación y atender también a enfermos y residentes en centros de rehabilitación, individualmente y en grupo.

De la treintena larga de personas a las que acompañan, el 80 % o más tiene un problema añadido de soledad. «Hay gente que no tiene absolutamente a nadie», explica Pepa Setién, la coordinadora. Y enumera casos: ancianos que no salen de casa, una persona que fue a Cáritas a pedir que alguien la acompañara al hospital para una cirugía, enfermos o personas con discapacidad extranjeros cuya familia no está en España… «Esta Navidad, un voluntario sacó a una chica a ver las luces. Le llamaban la atención hasta los autobuses, porque llevaba ocho años sin salir del centro».

A alguien en estas circunstancias una visita de dos horas a la semana, le cambia totalmente la perspectiva. «Les llena toda la semana, porque ven que le importan a alguien. Y pasan el resto del tiempo esperándola».

«Cuesta abrir tu hogar»

No todos los casos son tan extremos. «Hay quien recibe algunas visitas, pero en el fondo sigue solo». Y, a veces, la soledad se experimenta en familia: padres, esposos o hijos que viven totalmente volcados en sus familiares enfermos, con pocas relaciones más. Los voluntarios, además de compañía, les permiten darse un respiro.

José Antonio pidió ayuda precisamente por ese motivo. «Mi padre tenía alzhéimer y no podía dejar a mi madre sola con él ni un minuto», recuerda. Paquita, otra voluntaria de la parroquia, empezó a visitar a Emilia y Salvador. Él murió, pero las visitas siguen. Además del alivio para su hijo, Emilia asegura que «a mí me aporta muchísimo. Hablamos un montón… ¡sobre todo yo!». Y eso que, al principio, les costó aceptar esta ayuda. «A la gente le resulta difícil abrir su hogar, es algo muy íntimo –explica Paquita–. Pero luego surge la amistad».

Visitas sin juzgar

Pepa Setién reconoce que el primer obstáculo para su labor es que «la gente reconozca que está sola y necesita a alguien. Piensan que vamos a contar por ahí que han pedido ayuda a la parroquia, o que necesitan que los visiten a pesar de tener hijos. Pero nosotros no juzgamos, ni preguntamos nunca por qué piden compañía». Una vez dentro, a veces se encuentran celos entre los residentes de un centro, tensiones porque unos hijos están más pendientes de los padres que otros… «El mundo de las personas solas es muy complejo».

Por este y otros motivos, el equipo de Santa María de la Esperanza da tanta importancia a la formación. Han hecho muchos cursos en el Centro de Humanización de la Salud de los Camilos. La mitad de los voluntarios se ha formado incluso en atención a pacientes en cuidados paliativos.

Emilia y Paquita en casa de la primera. Foto: María Martínez López

«Llora conmigo»

«Hay que empezar con una base. Una mala visita es peor que no visitar; puedes hacer mucho daño», asegura Setién. Son cursos con muchos ejemplos prácticos, y «te das cuenta perfectamente de todo lo que no tienes que hacer… y que por tu cuenta habrías hecho de forma natural», reconoce Pilar. Su coordinadora pone un ejemplo muy concreto: «Cuando alguien se echa a llorar, nuestra tendencia es decir “No llores”. No queremos verlo. En la formación, te enseñan a decir: “Llora. Y si quieres, llora conmigo”».

Para Juan, uno de los varones del grupo, su labor es «acompañar al que sufre, con la idea de ayudarle a que sepa convivir con su realidad y recuperar la esperanza». Las claves son –continúa– la escucha y la empatía: «Ponerte en el lugar de esa persona, comprender por qué siente cómo siente. Pero tomando una distancia, no haciéndolo de forma emotiva desde tu perspectiva». Así se puede intentar, «sin recetas ni imposiciones, sacar de esa persona todo lo que tiene dentro para lograr ese equilibrio entre su realidad y la esperanza».

«Esto engancha»

Él lo está viviendo ahora mismo con un hombre del centro de rehabilitación. Está enfadado con su madre, recientemente fallecida. «Hay que transmitirle que comprendes que lo está pasando mal. Ahí funciona muy bien el lenguaje corporal. Pero también recordarle lo positivo, las visitas diarias de su madre» mientras pudo, para que interiorice que su muerte no ha sido un abandono voluntario.

La amplia experiencia del equipo de Santa María de la Esperanza en el acompañamiento a las personas enfermas y solas ha llevado al vicario de su zona a pedirle a Pepa que se haga cargo de esta labor en la zona norte de Madrid. Con parte del equipo, está visitando las 51 parroquias, animando a formar grupos de Pastoral de la Salud donde no existen –ya han surgido tres, a los que están dando una primera formación–, y asesorando a los ya existentes para modernizarse.

Su celo es contagioso, porque le mueve el saber que «si tuviera 100 voluntarios, los tendría a todos ocupados. La gente tiene que conocer este mundo, porque engancha. Y hay mucha necesidad».

«A nadie le gusta la fragilidad»

Casi cada vez que un nuevo voluntario se estrena en el equipo de Pastoral de la Salud de Santa María de la Esperanza, «esa misma noche me llama para decirme que lo deja –explica Pepa Setién, la coordinadora–. Yo también empecé pensando que no iba a poder. Los animo a que aguanten un poco… y todos se quedan». Por eso, aunque es verdad que esta labor no es para todos, no le gusta escuchar, como excusa para no implicarse, «es que a ti se te da bien; a mí no».

También rechaza los «es que a ti eso te gusta». «Es verdad que saco bien de ello y no lo cambiaría por nada –responde Pilar–. Pero tanto como para decir “me gusta”… Muchos días lo pasas mal, te vas de la visita con el corazón encogido».

Su compañero Juan cree que esta labor genera reticencia porque «te pone en contacto con la fragilidad. Por eso es una pastoral muy cristiana. Pero a nadie le gusta eso. Te hace tomar conciencia de que te puede ocurrir a ti, y da miedo. Eso sí, vale la pena arriesgarse». De hecho, muchos de los voluntarios se implicaron después de experiencias de sufrimiento: Juan al enviudar –«buscaba otro amor, uno que no se me muriera»–, Pilar al morir su madre, Pepa tras una etapa difícil… «Esto te hace ver que puedes sanar a otro a pesar de tus heridas», afirma esta.