Una gozosa noticia pascual - Alfa y Omega

Una gozosa noticia pascual

El sacerdocio ministerial, un don precioso de Jesucristo resucitado para la Iglesia y para el mundo: así titula nuestro cardenal arzobispo su exhortación pastoral de esta semana, en la que escribe:

Antonio María Rouco Varela
Un momento de la ceremonia de ordenación de presbíteros en la catedral de la Almudena, el pasado sábado.

El sábado, al atardecer, ordenábamos a veintidós nuevos presbíteros para nuestra archidiócesis de Madrid. ¡Una gozosa noticia pascual! ¡Un don del Señor resucitado para su Iglesia que peregrina en Madrid! Porque no hay que equivocarse respecto a la naturaleza, el sentido, el fin y el origen del sacerdocio ministerial. No se trata de un cargo u oficio que procede de iniciativas y de programas organizativos que proponen hombres para el buen funcionamiento de una realidad asociativa, más o menos provechosa desde el punto de vista del bienestar social o de la práctica religiosa. Ni la Iglesia, a la que servirán los nuevos sacerdotes, es una ONG benéfica, más o menos eficaz en la lucha contra la pobreza y la miseria material –como nos lo recordaba el Papa Francisco en su primera homilía a los miembros del Colegio cardenalicio, el pasado 14 de marzo–, que sí lo es; ni sus obispos, presbíteros y diáconos son meros funcionarios o representantes de un determinado grupo social, que es conocido en la opinión pública con el nombre de Iglesia católica. La Iglesia es, antes bien, institución y misterio del Señor resucitado que prolonga sacramentalmente en el mundo su presencia salvadora hasta el final de los tiempos. Y sus obispos y presbíteros, aquellos a quienes Él confía el servicio de hacerle presente a Él, como Cabeza y Pastor de su Iglesia, para la salvación de toda la familia humana. El sacerdote es alter Christus, otro Cristo, según una conocida y querida definición, muy entrañada en la piedad del pueblo cristiano del último medio siglo de historia de la Iglesia, es decir, de la modernidad. Por ello, como enseña la Carta a los Hebreos, refiriéndose a Jesucristo, el Sumo, definitivo, único y eterno Sacerdote, nadie puede ser llamado al sacerdocio sino es por Aquel a quien el presbítero representa visiblemente. Naturalmente, su llamada ha de ser acogida por los elegidos, pero ayudados y acompañados por la oración de toda la Iglesia.

¿Cómo, pues, no vamos hoy a dar gracias a Jesucristo, el Señor resucitado, en este tiempo de su Pascua del año 2013, por los veintidós nuevos sacerdotes que nos ha regalado a la comunidad diocesana de Madrid y, en ella, a la Iglesia universal, en la solemnísima y jubilosa celebración eucarística en cuyo marco litúrgico les administramos el sacramento del Orden en el grado del presbiterado? En la doctrina y en la terminología de los tratados sobre la Gracia, que se fueron elaborando en los inicios de la época moderna de la historia de la Iglesia, se acostumbraba a distinguir entre la gracia interior, fruto de la acción del Espíritu Santo en las almas, que las transforma y capacita para ser templos de la Santísima Trinidad, viviendo su condición de creaturas, hijos de Dios, cada vez más santamente, y las gracias externas de la Palabra y de los Sacramentos que son los instrumentos que el Señor ha escogido como cauces de esa vida interior de la filiación divina, o lo que es lo mismo, de la gracia que santifica, y que ha de manifestarse y actuar en el mundo y en la historia de los hombres, abriendo el camino al reino de Dios: del Dios que es amor; ¡que es el Amor revelado y dado victoriosamente en y por Jesucristo resucitado, el vencedor definitivo y glorioso del pecado y de la muerte! Sí, hemos de dar gracias al Señor por el don de estos veintidós nuevos sacerdotes, sus ministros, que, fieles a su vocación, habrán de entregar sus vidas a Jesucristo, crucificado y resucitado por nosotros, los hombres pecadores y débiles ante las tentaciones del Maligno –a las que no se escapan tampoco los ya bautizados por el agua y el Espíritu Santo–, para impulsarnos y sostenernos en el ejercicio de la caridad cristiana: ¡del verdadero amor que tanto necesitan hoy la sociedad y el mundo en el que estamos inmersos!

Dignidad del trabajo

El 1º de mayo es fiesta del Trabajo y de San José Obrero. Nos evoca no sólo capítulos de una historia pasada, en la que el trabajo y el trabajador reclamaban, con todo derecho, que fuesen reconocidos respectivamente su valor personal y su dignidad trascendente con un destino y una vocación que traspasaba los límites de tiempo y de lugar: la vocación del hombre como hijo de Dios, llamado a unirse en el amor fraterno con todos los demás hombres, sus hermanos, en la experiencia compartida de la vida que ha de llegar a la plenitud en la gloria del Resucitado. También nos hace presentes como Iglesia, con su doctrina social, y sus sacerdotes, como testigos del Evangelio del trabajo, han tratado siempre y perseverantemente, en medio de sus flaquezas humanas, de ser los instrumentos elegidos por Jesucristo, el Señor resucitado, para abrir, ensanchar y mantener vivo el camino del amor fraterno, el único que hace posible y fecunda la realización de la justicia en las relaciones sociales , con el estilo propio del cristiano: el de la gratuidad generosa, que da más de lo que recibe. Y, sobre todo, nos urge a proceder, en esta nueva hora tan crítica y dolorosa, por la que atraviesan nuestra sociedad y las otras sociedades hermanas de Europa y del mundo, con la misma entrega, aún más comprometida. En el surco doctrinal, espiritual y pastoral abierto por la encíclica Cáritas in veritate de Benedicto XVI, del año 2009, hemos de seguir sembrando la semilla de la gracia de Jesucristo resucitado, todos los hijos e hijas de la Iglesia, especialmente sus pastores –los obispos y los sacerdotes–, a los que incumbe la guía espiritual, el acompañamiento cercano y el darse sin condiciones en medio de su pueblo. Desde el sábado, nuestra archidiócesis de Madrid cuenta con veintidós nuevos sacerdotes para llevar a cabo esa paciente, valerosa y gozosa tarea de una verdadera conversión y renovación de las personas, de las familias y de la sociedad en el amor de Jesucristo, nuestro Señor: ¡el único y verdadero Salvador de los hombres! (Juan Pablo II).