Lux no pretende ser un disco. Quiere ser todos a la vez. La variedad de lenguas en sus letras es solo el primer signo. Desde Julio Iglesias no se veía semejante aspiración universal. Pero Rosalía no se limita a cantar canciones en otros idiomas. Ella entremezcla las lenguas sin solución de continuidad en una verdadera torre de Babel. Suspiran todas las naciones a la vez en su única voz.
Con ella recorre todos los estilos musicales. Los cortes en el disco no se corresponden con el final de las canciones. Cada una tiene sus propias roturas. No hay unidades redondas y acabadas. Los fragmentos se suceden dentro de una misma canción. Por sus heridas se cuela lo clásico, lo flamenco, lo electrónico y el pop, pero todos fuera de su propio territorio. Son composiciones ajironadas, remendadas con una gran personalidad y sin ninguna voluntad de someterse a la ortodoxia.
Esto despierta odios en los puristas. Desde un punto de vista canónico, no hay por dónde coger el disco. Ningún estilo contiene un punto de vista tan amplio como para recogerlos a todos. La cima desde la que pretende mostrar todo es ella misma. La silueta de Rosalía es la forma musical de este disco. Es arriesgado, pero esta es la aventura más originaria de todo artista: que en la expresión de lo más íntimo y personal puedan encontrar todos los demás un hogar, un arte universal.
Por eso, no tiene suficiente con una forma artística. Quiere todas y al mismo tiempo ninguna, porque busca la suya propia. Su propia forma. Es como si ningún estilo llegara adaptarse del todo a ella. Como si ningún canon artístico le sirviese para expresarse por completo. No porque no le sirvan para nada, sino porque todos de algún modo se le quedan cortos. Necesita usarlos todos en una suerte de arte total, pero para luego deshacerse de cada uno ellos, como cáscaras que caen para desnudar la pura verdad de su interior incontenible.
De ahí, que presentara el disco en Barcelona en absoluto silencio: como escapada de un cuadro de Sorolla, apareció su figura silente rodeada de una blanca luz. Acabado el disco, trascendidas todas las artes musicales presentó la callada verdad de sí misma.
Es justo ahí, en la pura desnudez de su expresión, donde la forma del disco coincide con su contenido. Pues, ¿quién es Rosalía? No es más que un pulso herido que sonda las cosas del otro lado. Pese a toda la fuerza creadora, su personalidad es tan incapaz de recoger su historia y darle un sentido, tanto como lo eran cada una de las artes que emplea. Rosalía es un grito a las alturas: «Quién pudiera venir de esta tierra y entrar en el cielo y volver a la tierra».
Necesita vivir entre los dos. Busca más allá de la tierra y del tiempo la unidad del mundo y su sentido. Espera una razón eterna que recoja cada fragmento su vida como una reliquia. Las heridas son un reclamo. Como si perteneciesen a Dios. Como si la vida fuese una ruina divina.
Su indigencia es su mayor riqueza. En el vértigo del cuerpo siente un amor. Como si la fragilidad fuera una prueba de que su propia vida es deseada. Todo en ella es deseo. Su débil piel de porcelana se llena de luz. No es la luz, pero es traslúcida. A través de su cuerpo puedes ver la luz. Todo en ella es vacío divino. Su carne quebradiza está llena y saciada de una ausencia que ya brilla. Su existencia es el nicho de la presencia divina. Pura persecución de la Gracia. Dios todavía no se ha revelado, pero ya tiene sendero en las heridas de Rosalía. Allí donde ella reconoce su nada, comienza a despuntar como una indulgencia la luz eterna: «ego sum nihil, ego sum lux mundi».
La miseria de su vida, su nada, tiene la forma misma de un querer. Donde se agudiza la absoluta contingencia de nuestra única vida arde el misterio del Amor eterno, que nos sacó de la nada. Dios es como un huracán que devora su vida y la hace gravitar hacia lo alto. Dios es el Rey de su anarquía. Su miedo, su ira, su sangre, su amor, son los nuestros. «Esto es intervención divina». Él es todo y ella un terrón de azúcar que se deshace ante su fuego abrasador: «Cuando tú vienes es cuando me voy».
Solo su Amor puede dar sentido y forma a su vida. Solo la cruz de su pecho puede calibrar su cuerpo. Dios es la sombra de su libertad. Incansable acechador. Su perdón es la rumba que todo lo acompasa. Él está lejos y a la vez más cerca que su propia yugular. Ella está en el mundo, y todo el mundo en ella, porque «Él cabe en mi pecho y mi pecho ocupa su amor». Su historia es la memoria de Dios: «¿Será que tú me conoces? Que el tiempo pasa y no olvidas quién fui y quién soy, al fin». Ni la muerte puede hacer olvidar el amor que ha fraguado ese cuerpo suyo que será polvo, más polvo enamorado: «Yo que vengo de las estrellas, hoy me convierto en polvo, pa’ volver con ellas».