Un telón personal
Con demasiada frecuencia los tratamos como niños y nos referimos a ellos con etiquetas diversas: mayores, ancianos, viejos… reduccionismos todos de su poliédrica realidad
Feli tiene 106 años y ha pasado el coronavirus sin síntomas. Olé sus años. Esta pasada semana, junto a casi 200 personas que viven en residencias y que ya han sido vacunadas, asistió a una función en el Teatro EDP Gran Vía de Madrid. Si miran la imagen, se verán observados. Y así debiera ser la vida. Rara vez les miramos de verdad, más allá de la lástima, la condescendencia o, peor aún, la prisa. Con demasiada frecuencia los tratamos como niños y nos referimos a ellos con etiquetas diversas: mayores, ancianos, viejos… reduccionismos todos de su poliédrica realidad. ¿Por qué les hablamos a gritos y les hacemos preguntas cuyas respuestas no nos interesan? Es más, ¿por qué los metemos a todos en el mismo saco? Los llamamos mayores y ya con eso nos pensamos que explicamos toda su realidad, como si Feli tuviera las mismas heridas y anhelos que Adela, de 86 años, o Teresa, de 96.
Es propio de este mundo de cuotas y leyes: necesitamos incluir a cada persona en un colectivo para poder ubicarla en algún esquema mental previamente ideologizado. Pero no somos mayores, jóvenes, mujeres, hombres, no nos definimos exclusivamente por nuestra edad, origen social, nivel cultural, profesión o, lo más complejo de todo, orientación sexual. Cada una de esas personas a las que vemos en las butacas rojas, expectantes, arrastran una vida única, concreta, indefectiblemente digna. Y no, la vida no es puro teatro. No sé a quién le debemos la frase, pero qué flaco favor le hizo a la vida. Que es siempre real, en sus cruces y en la insospechada esperanza que cobijan sus días. Y de eso debe saber mucho Feli, que nació el mismo año que Santiago Carillo, Orson Welles y Frank Sinatra. Ha visto a tres reyes y a un par de dictadores, dos epidemias, dos guerras mundiales, una civil; más las cosas que habrá visto, oído y sentido huesos adentro. Como para que ahora la metamos en una etiqueta y nos quedemos tan anchos, como si estadística alguna pudiera resumir una vida entera.
Ahora bien, esta pandemia que tratamos de dejar atrás nos ha enseñado a valorar la vida real frente a la virtual, la palabra compartida en vivo frente a la mediada, el abrazo firme frente al codazo ridículo. Necesitamos al otro, que no es un infierno, como dijo Sartre, sino un hermano con el que compartir un camino de esperanza. Alguien con quien ir al teatro, echarse unas risas, comentar la jugada y, entrada la noche, batirse en retirada cansados de palabras y silencios. Miren su mirada llena, abierta, analógica, imaginen la vida que reside en los surcos de sus manos, escuchen su aplauso agradecido. No es puro teatro, sino pura vida. Y cada una de ellas representa, por sí misma, la vida entera, porque todos los mares existen en una gota de agua, todos los desiertos en un solo grano y el gran misterio detrás de cada telón que se abre… y se cierra.