En Europa y Norteamérica muchas iglesias permanecen vacías y su mantenimiento representa una carga económica insostenible para las diócesis. Esta situación no solo preocupa a las comunidades eclesiales, sino que también toca fibras sensibles relacionadas con la memoria y la identidad colectiva.
Para abordar este problema, el Consejo Pontificio para la Cultura promovió en 2018 un congreso internacional en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, donde se elaboraron las primeras directrices vaticanas sobre la reutilización de iglesias. Normalmente, en la literatura anglosajona se habla de iglesias «redundantes» para referirse a edificios religiosos que exceden las necesidades actuales de las comunidades, mientras que en el documento vaticano se ha preferido emplear el término italiano «dismissione», que puede traducirse al español como desacralización o desmantelamiento.
Hace algunos meses, el profesor del Politécnico de Turín Andrea Longhi publicó un artículo en La Rivista del Clero italiano donde abordaba la infrautilización y transformación de iglesias. Longhi subraya en el texto que el fenómeno, aunque notorio, rara vez se discute públicamente sin revestirlo de tintes emocionales o escandalosos, cuando por el contrario, la especial sensibilidad del tema requiere un enfoque interdisciplinario cuidadoso y profundo, basado en datos y estudios territoriales.
Históricamente, la construcción de iglesias no siempre ha respondido a criterios litúrgicos o pastorales, sino que a menudo se debió a dinámicas políticas y sociales. Muchos templos fueron promovidos por órdenes religiosas, familias nobles u otras entidades, más preocupadas por perpetuar su legado que por las necesidades de los fieles. Hoy, la preservación de este patrimonio se enfrenta a un dilema, pues se trata de una herencia rica en arte e historia, pero cuyo mantenimiento resulta demasiado costoso.
Longhi explica que, en Italia, esta sobreabundancia de iglesias está empezando a generar complejos de inferioridad en las comunidades y entre los párrocos, que se preguntan: «¿Por qué nuestros predecesores llenaban tantas iglesias y nosotros ya no somos capaces?». Pero es evidente que una visión catastrofista no ayuda a enfrentar los desafíos actuales.
Podemos recordar algunos casos relevantes. Tal vez el primero realmente mediático fue el de la iglesia episcopaliana Holy Communion, en Nueva York, que durante los años 80 acogió el famoso club The Limelight. En España, los ejemplos incluyen la iglesia ibicenca de L’Hospitalet —que tras compaginar al principio el culto con las exposiciones, ahora es usada por la comunidad ortodoxa rumana—, la Biblioteca de las Escuelas Pías en Madrid o la sala Bilborock, un espacio escénico implantado en una antigua iglesia abandonada de Bilbao.
No cabe duda de que desde una perspectiva estrictamente material, las iglesias son contenedores versátiles. Sin embargo, el hecho de convertirlas en salas de fiesta o en pabellones de deporte entra en conflicto con su dedicación original y —lo que no es menos importante—, con la sensibilidad de la gente. Sin embargo, otros usos menos agresivos, como museos, salas de conciertos o bibliotecas, podrían ser más aceptables para la memoria colectiva.
El reto es encontrar nuevos programas que se ajusten a la misión propia de la Iglesia católica, entre los que podrían encontrarse los culturales —la llamada via pulchritudinis— (recordemos la Kunst-Station Sankt Peter, en Colonia, de Friedhelm Mennekes) o los funerarios, que aunque apenas han sido trabajados en España, sí lo han sido en Alemania con resultados muy notables y sostenibles (las iglesias columbario de San José, en Aquisgrán o de la Sagrada Familia, en Osnabrück, por ejemplo). Eventualmente, las iglesias también podrían ser utilizadas con fines asistenciales, tal como ocurre cada Navidad en la iglesia romana de Santa María en Trastévere o en algunas iglesias españolas, convertidas por un día en comedores de caridad.
Conviene no perder de vista una de las claves interpretativas expuestas en el apartado 4 del documento vaticano, titulada «Criterios orientativos del patrimonio inmobiliario». Me refiero a la escala territorial de la cuestión, que no debería resolverse caso por caso, edificio por edificio, parroquia por parroquia, pues «la planificación del uso de los bienes eclesiásticos es una herramienta esencial para una correcta evaluación de la transformación de cada iglesia» (n. 27d).
La historia de los templos es una historia de resiliencia. Para mantenerse viva, una iglesia debe transformarse, pero al mismo tiempo debe preservar la memoria de la comunidad; o lo que es lo mismo, ser capaz de absorber las transformaciones sociales, teológicas y artísticas de cada época sin perder sus valores fundamentales de hospitalidad litúrgica e identidad.