Un Papa abuelo
La sabiduría de los años. Papa Francisco y amigos (editado en España por Mensajero) es el título del libro presentado el martes en el que el Obispo de Roma mantiene un diálogo con ancianos de todo el mundo e intercambia con ellos vivencias personales
Erwin Froman recuerda el día en que la Gestapo llegó a su pueblo, en Rumanía, y le obligó a subir con su familia y miles de personas más en un tren rumbo a Auschwitz. Después de tres días de penoso trayecto, se encontraron con dos filas a las puertas del campo de exterminio. «Mi padre se acercó a un soldado nazi y le dijo que era un sastre de primera clase y que deseaba trabajar. El soldado le preguntó cuántos años tenía. “56”. El soldado le dijo que se dirigiese hacia la izquierda. Cuando yo traté de ir con él, el soldado me golpeó en la espalda con la culata del rifle para separarnos. Todavía siento la mano de mi padre desprendiéndose de la mía. No volví a ver ni a mi padre ni a mi madre».
Al terminar la guerra Froman emigró a los EE. UU. Aquellos recuerdos de la infancia vuelven a su memoria cada vez que escucha las noticias sobre refugiados de Siria. «Me veo a mí mismo en ellos». No es angustia el sentimiento que domina en él, sino más bien un realismo esperanzado. «No está en nuestras manos solucionar estos problemas. Pero podemos orar. Y podemos ser amables los unos con los otros». Esto es lo que él explica en sus charlas a estudiantes de Secundaria. «Espero que mi historia tenga algún sentido para ellos y aprendan de mi experiencia que todos hemos sido creados iguales. Deberíamos eliminar el odio. ¿Será esto posible?», se pregunta.
Francisco recoge el guante de este tendero jubilado: «No, nosotros no podemos solucionar todos los problemas del mundo, pero podemos tratarnos con bondad y cariño mutuos. Ese es nuestro sueño para un mundo mejor». Una esperanza que obedece también a su «fe en la fortaleza interior que tienen los seres humanos para superar los momentos negativos».
En esa convicción le reafirma al Papa la historia de Janet Shaabo Mardelli, una abuela de Alepo que, tras perder a su marido y a varios familiares en la guerra de Siria, se encontraba en el momento de la entrevista a punto de empezar la «aventura incierta» de una nueva vida como refugiada en Italia.
Una historia de vida en medio de un escenario de muerte es también la de la valenciana María Dolores de Guevara, nacida durante un bombardeo en la guerra civil española. Las privaciones de la posguerra se acentuaron con la llegada a la casa de un solo dormitorio de un abuelo y de una tía con su hija de 2 años. Por si no eran suficientes las bocas de cuatro adultos y tres niños para compartir en cada cena una sopa de pan, los padres de María Dolores siempre tenían un plato para una anciana que solía acudir a mendigar. «A pesar de lo que podría parecer, en aquella casa siempre hubo alegría. Cantábamos y mirábamos la vida con optimismo. Superar los desafíos fue una constante en la vida de mis padres», rememora la mujer.
Un empeño personal del Papa
Son algunos de las decenas de testimonios de ancianos recopilados por los jesuitas en 18 países. Se trata de un empeño personal del Pontífice, quien tras la experiencia de Querido Papa Francisco, el libro en la que respondía a preguntas de niños de todo el mundo, manifestó su deseo de hacer algo similar con mayores.
Bergoglio responde a 31 de las cartas y comparte diversas experiencias personales al comienzo de cada uno de los capítulos (sobre trabajo, lucha, amor, muerte y esperanza), desde el convencimiento –escribe en el prólogo– de que la esperanza de la sociedad pasa por unir a ancianos y jóvenes. «Desde hace algún tiempo acaricio una idea en mi corazón. Siento que lo que el Señor desea que os diga es esto: que entre jóvenes y ancianos debe existir una alianza. Ha llegado la hora en que los abuelos deben soñar para que los jóvenes puedan tener visiones».
Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, recibió las cartas y se reunió con el Papa en tres encuentros en julio de 2017. Francisco escuchaba los textos y miraba las fotos de aquellos ancianos mientras les respondía. «Me he visto a mí mismo hablando mentalmente con algunas de ellas como si de una conversación se tratase», escribe.
Entre estos rostros procedentes de los cinco continentes que hablan sobre el amor, los desvelos por sacar adelante una familia o la pérdida de un ser querido, aparecen algunas personalidades conocidas. Martin Scorsese, director de La Misión y Silencio (dos películas centradas en la Compañía de Jesús) anima a los jóvenes a no desanimarse ante los contratiempos, y comparte con ellos las dificultades que tuvo que sortear al comienzo de su carrera. «He aprendido más del fracaso, del rechazo y de la hostilidad sin disimulo que del éxito», asegura.
También participa el padre Ángel García, quien habla de un aspecto poco conocido de su biografía: su paternidad (adoptó a su hijo Josué en El Salvador). El fundador de Mensajeros de la Paz, de 81 años, comparte esta reflexión que bien podría servir de resumen a este libro: «Los más pobres y los más poderosos de este mundo, los más jóvenes y los más ancianos, todos necesitamos ser amados. Nos parecemos más de lo que creemos. El amor te hace sufrir, pero siempre te da un resultado más valioso que el sufrimiento».
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El secreto de la sabiduría
Chus Landáburu había tocado el cielo. En la temporada 79-80 todo parecía salirle a pedir de boca en su primera temporada con el Barça, fue convocado a la Selección española… Pero al siguiente año llegó al Camp Nou un nuevo entrenador que le relegó al banquillo.
La historia se repitió años más tarde en el Atlético de Madrid, solo que en ese tiempo el jugador había aprendido la lección y había madurado. En lugar de enfurruñarse y «reaccionar como un niño», Landáburu se aplicó al máximo, con sesiones dobles de entrenamiento, hasta recuperar la titularidad.
El Papa lo presenta como ejemplo de superación. Y explica, al comentar su caso, que «los fracasos son fuentes de gran sabiduría». «Lamentablemente la imagen que se tiene de los deportistas es solo en el pódium; no se les ve un día tras otros entrenándose, machacándose, queriendo mejorar…», dice el exfutbolista en conversación con Alfa y Omega.
La capacidad de superación ante los reveses de la vida es una de las grandes lecciones que ha transmitido Chus Landáburu a sus hijos y nietos. Miguel Boronat, psiquiatra jubilado, se queda de su padre con su serenidad en el lecho de muerte. En él pudo ver reflejada «la madurez de haber vivido al máximo una vida entregada». A un hombre con la libertad de poder morirse tranquilamente», que sabía que incluso tras la muerte «seguiría siempre a nuestro lado».
Con una prole de 13 hijos, al matrimonio Boronat Martín raramente le cuadraban las cuentas, pero «mi padre mantenía siempre la paz: “Dios proveerá”», decía, afrontando la vida sin miedo «desde su experiencia de fe». En esa confianza en Dios se encontraba, afirma su hijo Miguel, el secreto de «este hombre sabio».
El Papa no se limita en este libro a responder a las cartas de varios abuelos. Él mismo se presenta como un abuelo más y comparte recuerdos que han marcado su vida. Comenzando por la matrona que lo trajo al mundo. «Cuando la señora Palanconi se presentaba en casa con su maletín, todos entendíamos que estaba a punto de llegar un hermanito o hermanita, y todos esperábamos con ilusión», recuerda Jorge Bergoglio. «Yo era el hijo mayor y vi nacer a todos mis hermanos», otros dos niños y dos niñas.
En la memoria de Francisco han quedado grabados rostros como los de Domenico y Dora, una pareja de ancianos que irradiaba «el amor de toda una vida». Al Pontífice le enternece recordar cómo, tras enviudar, la mujer acudía regularmente al cementerio a depositar flores en la tumba de su esposo.
Habla también de una vecina siciliana, madre soltera con dos hijos, que dos veces a la semana ayudaba a su madre en las labores domésticas. «¡Qué fortaleza la suya! Nunca la vi triste», recuerda el Papa. Siendo ya obispo, Bergoglio retomó el contacto con la mujer, quien le regaló en uno de sus encuentros una medalla del Sagrado Corazón. Francisco la lleva siempre «cerca del pecho, bajo la sotana blanca». «Me ayuda –asegura– a encarar mis luchas cada día como lo hacía quien me la regaló».
Y no podían faltar en estos relatos sus cuatro abuelos, entre ellos su famosa nona Rosa, que le escribió unas palabras el día de su ordenación sacerdotal que el Papa guarda celosamente en su breviario y confiesa que lee a menudo.
Vuelve a aparecer el tema de la muerte cuando el Papa recuerda cómo sus abuelos afrontaron sus últimos momentos. «Salvo uno, estuve con todos ellos cuando murieron», cuenta. «Todos estaban preparados. No puedo olvidar el testimonio de mis abuelos, el modo en que se prepararon y avanzaron conscientemente hacia la muerte».