Un obispo español para Argelia: «El proselitismo directo no es posible, pero estamos invitados al diálogo»
El Papa encarga al padre blanco Diego Sarrió Cucarella regir la diócesis de Laghouat, con 2.000 fieles que viven en una superficie cuatro veces superior a la de España
¿Cuál es su vinculación con Argelia, y en especial con la diócesis de Laghouat?
Mi vinculación con Argelia tiene un doble aspecto. Por una parte, es el país donde fuimos fundados los Misioneros de África (Padres Blancos) en 1868. Nuestro fundador, el cardenal Charles Lavigerie, fue arzobispo de Argel de 1867 hasta su muerte en 1892. Argelia, y más particularmente la diócesis de Laghouat, es también la tierra donde viví mis primeros años de sacerdocio. Michel Gagnon, canadiense, entonces obispo de Laghouat, siempre estaba de viaje, visitando las comunidades dispersas por toda la diócesis, cuyo territorio supera los dos millones de kilómetros cuadrados, es decir, cuatro veces la superficie de España. Mi primera experiencia en el sur de Argelia fue también la ocasión para descubrir la herencia espiritual de Carlos de Foucauld, una figura que solo conocía superficialmente antes de mi llegada. En breve, aunque no fue muy larga, apenas dos años, esta primera estancia en el sur de Argelia me marcó profundamente. Agradezco al Papa Francisco que me haya dado la oportunidad de volver a la diócesis en la que dejé una parte de mi corazón.
¿Cómo es la Iglesia allí? ¿Cómo es la fe de los fieles que le han sido encomendados?
La diócesis de Laghouat comparte muchas características con el resto de las diócesis del Magreb, pero al mismo tiempo tiene rasgos distintivos. Son iglesias que pueden presumir de una historia rica y fecunda que ha dado grandes figuras a la Iglesia universal. Baste pensar en san Agustín de Hipona, en Tertuliano o en las santas Perpetua y Felicidad. Sin embargo, las iglesias actualmente presentes en el Magreb son más bien la continuación de una Iglesia que llegó con la expansión colonial de Europa, lo que introdujo una cierta ambigüedad en la relación con la población local y en la percepción mutua. Dicho esto, en los últimos años las iglesias del Magreb han perdido progresivamente su carácter europeo: tanto los fieles como la nueva generación de personas consagradas que trabajan en la región son cada vez más diversos y provienen sobre todo de África y de Asia.
La población católica se concentra en general en las ciudades más grandes, porque es allí donde trabajan o estudian. Desde ese punto de vista, el número de católicos en la diócesis de Laghouat es muy reducido: apenas superaban los 2.000 en 2021, de un total de cinco millones de personas que viven en la región. Si tenemos en cuenta además el vastísimo territorio del que estamos hablando, tal proporción significa que la Iglesia de Laghouat vive plenamente en medio de nuestros hermanos y hermanas musulmanes, testimoniando nuestra fe cristiana y los valores del Evangelio a través de nuestra vida concreta.
Hasta ahora ha sido decano del Pontificio Instituto de Estudios Árabes e Islámicos (PISAI). ¿De dónde le viene su interés por esta cultura?
En realidad, mi encuentro con el islam es anterior a mi primera experiencia en Argelia. Durante mis años de formación, viví dos años en Jartum, la capital de Sudán, entre 1995 y 1997, antes de la división del país. Trabajé en una parroquia a las afueras de la capital. Nuestros feligreses eran cristianos del sur que habían huido al norte a causa de la guerra. Aquella primera experiencia en Jartum me hizo comprender rápidamente que los musulmanes, como los cristianos, son capaces de lo mejor y de lo peor. Esto me ayudó a evitar las idealizaciones. Los dos años que pasé en Ghardaïa tras mi ordenación sacerdotal me permitieron seguir conociendo a los musulmanes en un contexto diferente al de Jartum. En general, fue una experiencia positiva, marcada por la amistad y el aprecio mutuo. Me despertó el deseo de conocer mejor su tradición religiosa y la fe que los anima.
A esto siguieron varios años de estudio y trabajo en Egipto, Italia, Túnez y Estados Unidos. En 2014, tras terminar el doctorado, me nombraron profesor en el PISAI. No fue fácil aceptarlo, pues deseaba regresar al Magreb. Mi consuelo durante esos años en Roma fue que muchos estudiantes del PISAI se preparaban para vivir en contacto con musulmanes en el norte de África o en otros lugares, lo que me hizo sentir que yo también contribuía de alguna manera a esta misión particular de la Iglesia.
¿Cuál es la labor de un obispo en un terreno donde la presencia católica no es tan mayoritaria como la que podemos tener en España?
En principio, la función de un obispo de ser guía de la porción del pueblo de Dios que le ha sido confiada es la misma en todas las diócesis del mundo, solo que las características propias de las iglesias del Magreb, y de la diócesis de Laghouat más particularmente, hacen que en la práctica viviré mi ministerio episcopal en un modo muy distinto al de un obispo en una diócesis en España. En nuestra diócesis, considerada la situación antes descrita, el obispo debe trabajar incansablemente para afianzar la unidad y sostener la fe de una población católica muy dispersa y ayudarla a descubrir el sentido de su presencia en medio de un pueblo mayoritariamente musulmán.
La evangelización en este contexto, ¿es posible? ¿Qué dificultades hay que vencer?
Si por evangelización uno entiende el proselitismo directo, ciertamente no es posible. Pero no es así como las Iglesias del Magreb entienden su misión. El Papa Francisco lo resumió muy bien en su discurso en la explanada de la Torre Hasán, en Rabat, en marzo de 2019: «Se trata de descubrir y aceptar al otro en la peculiaridad de su fe y enriquecerse mutuamente con la diferencia, en una relación marcada por la benevolencia y la búsqueda de lo que podemos hacer juntos. Así entendida, la construcción de puentes entre los hombres, desde el punto de vista interreligioso, pide ser vivida bajo el signo de la convivencia, de la amistad y, más aún, de la fraternidad».
Hace más de 40 años, dirigiéndose a los obispos norteafricanos durante su visita ad limina de noviembre de 1981, san Juan Pablo II subrayó que una de las características esenciales de la vida de la Iglesia en el Magreb era la de estar invitada a entablar un diálogo islamo-cristiano constructivo. Esto sigue siendo cierto hoy, y haríamos bien en recordar las palabras de aliento que Juan Pablo II dirigió en aquella ocasión a los obispos del Magreb: «Insisto en animaros a recorrer este camino difícil, en el que pueden sobrevenir fracasos, pero en el que la esperanza es más fuerte todavía. Para mantenerla, son necesarias convicciones cristianas bien firmes». En otras palabras, el camino del diálogo islamo-cristiano no es fácil, y hay muchos obstáculos: el peso de la historia, el choque entre dos religiones que se pretenden universales y misioneras, la radicalización… Para mantener la esperanza, necesitamos convicciones cristianas fuertes y sólidas.