Para unos, resulta desconcertante que la Iglesia se pronuncie sobre cuestiones en apariencia tan técnicas como la contaminación, la pérdida de biodiversidad o el cambio climático. Son quienes piensan que no es competencia de las comunidades religiosas hablar sobre problemas cuya solución incumbe solo a científicos, políticos y economistas. Para otros, sin embargo, la implicación católica –y religiosa en general– en asuntos que ya afectan a las vidas de millones de personas y pueden tener efectos catastróficos para todos es un imperativo moral insoslayable y un mandato divino para todo creyente. Son quienes opinan que la mediación de las religiones en el debate en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) o en la inminente Cumbre del Clima de París (COP21) es una gran noticia. Aunque para la gran mayoría, seamos realistas, todas estas cuestiones quedan lejos de sus preocupaciones cotidianas y les resulta difícil valorarlas.
Ahora bien, en el caso de la Iglesia, ¿es o no conveniente que las confesiones religiosas entren y traten de influir, como un actor más, en el debate en torno al medio ambiente? Lo cierto es que lo lleva haciendo desde hace décadas, por medio de delegaciones oficiales –como la de la Santa Sede– o indirectamente a través de la presencia de organizaciones –como Cáritas o Manos Unidas– acreditadas ante los organismos internacionales. Por ello, la pregunta pertinente no es si debería estar o no, sino en qué medida será capaz de influir en las decisiones que se tomen en París.
Al repasar los titulares de prensa de los últimos meses resulta evidente que, la Iglesia en particular y las grandes tradiciones religiosas en general, están jugando un papel cada vez más relevante en los foros internacionales sobre desarrollo sostenible, agua, cambio climático, etc. A lo largo del 2015 hemos sido testigos de un gran ejercicio de teología pública, ecuménica e interreligiosa; un esfuerzo por llevar los argumentos teológicos a los foros internacionales y hacerlos relevantes; un ejercicio sintomático de la urgencia y la gravedad de los retos que la humanidad tiene sobre la mesa y de la necesidad de movilizar al mayor número de actores posible.
El libro Cuidar de la Tierra, cuidar de los pobres, escrito por profesores y colaboradores de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE y publicado por Sal Terrae, analiza, entre otras cuestiones, la emergencia de la preocupación religiosa respecto al medio ambiente, y sirve de guía de lectura de la encíclica Laudato si. Porque la implicación religiosa en el reciente debate en torno a los ODS (Objetivos Desarrollo Sostenible) y la Agenda 2030 o en la próxima cumbre –COP21– ha sido catalizada, en buena medida, por la promulgación de la encíclica y por el carisma personal del líder religioso más mediático e influyente de la política internacional: el Papa Francisco. Pero la contribución del Papa argentino se une a la de otras muchas voces religiosas.
A la promulgación de la Laudato si le sucedió la importante Declaración Islámica sobre Cambio Climático firmada en Estambul el pasado 18 de agosto por un nutrido grupo de académicos y líderes musulmanes. La comunidad judía y las distintas Iglesias –en especial la ortodoxa, con Bartolomé I a la cabeza– se han pronunciado también al respecto, tratando de movilizar a sus respectivas confesiones. El Dalai Lama, líder moral del budismo, ha planteado igualmente la amenaza del cambio climático como un reto espiritual.
El pasado 26 de octubre, al terminar el Sínodo de la Familia, en un acto que pasó desapercibido, los presidentes de todas las conferencias episcopales continentales firmaron un llamamiento a la COP21, urgiendo a los líderes políticos a tomar decisiones valientes que tengan a los más pobres en consideración. Por último, el carácter interreligioso de la Marcha Mundial por el Clima que se dirige en estos momentos hacia París –y en la que participa el Movimiento Global Católico por el Clima– es otro buen ejemplo de la relevancia que las confesiones religiosas están adquiriendo en el debate ecológico contemporáneo.
La protección del medio ambiente se ha convertido en un espacio privilegiado para el diálogo y la acción interreligiosa en el siglo XXI. Al mismo tiempo, los retos socio-ambientales están introduciendo a las religiones en un nuevo territorio moral y espiritual, transformando la preocupación por los débiles, por las futuras generaciones y por la casa común en una oportunidad para la colaboración y el diálogo. En este nuevo contexto, la Iglesia está dando los pasos necesarios para estar a la altura del momento histórico.