Un Nobel con mirada católica
Fosse no es del gusto de todos, ya que es un hombre, es mayor, es europeo y, además, católico. Se convirtió en 2012 después de pasar por el apogeo de un alcoholismo que lo tuvo dos meses ebrio. Se levantó y dijo: «Nunca más»
¿Hay algo así como una mirada católica en el arte, por ejemplo, en la literatura? Me pregunto con frecuencia si Tolkien hubiera podido escribir El señor de los anillos si no hubiese sido católico; si Chesterton sería tan chestertoniano sin su fe; si habría Claudel o Lope si hubiesen profesado otra religión.
La pregunta vuelve a estar de actualidad desde el miércoles pasado, cuando la Academia Sueca otorgó el Nobel de Literatura a Jon Fosse, un perfecto desconocido para el gran público hispanohablante —de sus más de 80 libros apenas se han traducido cinco en una editorial chiquitina, valiente y gallega—, pero que, sin embargo, es el dramaturgo vivo más representado y un escritor señero en su lengua, el noruego. En el fiordo de Hardanger tiene su sede la fundación que lleva su nombre y allí se mantienen en pie su madre, la casa de su madre y también la casa de sus abuelos.
Fosse empezó a escribir con 12 años letras de canciones. Entonces quería ser guitarrista, pero descubrió en esa escritura privada «un lugar donde quería quedarse». Jugueteó con el comunismo y el anarquismo, se consideró un hippie. Dejó de estudiar Sociología por positivista y se pasó a la Filosofía, donde tuvo un crush intelectual con Derrida y Heidegger y, finalmente —con una novela ya publicada—, estudió Literatura.
Fosse no es del gusto de todos, ya que es un hombre, es mayor, es europeo y, además, católico. Se convirtió en 2012 después de pasar por el apogeo de un alcoholismo que lo tuvo dos meses ebrio. Se levantó y dijo: «Nunca más». Y nunca más. Se casó con Ana y el matrimonio tiene seis hijos.
Su literatura no es sencilla, eso dicen. No utiliza puntos, solo comas. Desdobla a sus personajes, a veces, o los convierte en genéricos (la Mujer, el Niño), en otro intento más de la humanidad para trascender lo que puede decirse con palabras. Escribe en nynorsk, que es la gramática minoritaria del idioma noruego y cuenta con 650.000 hablantes. Fosse entiende que debe escribir su lengua tal y como la recibió de sus padres, a pesar de que sea, a todas luces, una mala decisión comercial. Ahí están las dos notas fundamentales que comentan estos días los críticos literarios: la voluntad de trascendencia y la voluntad de permanencia.
La colaboradora de la revista The New Yorker Merve Emre entrevistó a Fosse el año pasado y dejó en su texto una declaración sorprendente: «Septología es la única novela que he leído que me ha hecho creer en la realidad de lo divino». Emre le preguntó por esa cuestión, la fe, tan compleja. «Yo era ateo —respondió Fosse—, pero no podía explicar lo que sucede cuando escribo, qué hacía que eso pasara». También dice el nuevo Nobel que no hubo ninguna brecha en su escritura después de su conversión, como sí la hubo en todo lo demás. Tiene sentido, aunque puede que no sea cierto. Si no hay una discontinuidad, al menos hay un florecimiento. Su Septología, su obra católica de madurez, lo llevó a ser conocido en el mundo de habla inglesa. Trata de un pintor, Asle, exalcohólico, que ha perdido a su mujer, que solo se relaciona con su vecino y con un pintor tocayo que también es adicto a la bebida. Al principio de la novela, el pintor trata de dilucidar si su último cuadro —dos rayas, una violeta y otra marrón, que forman una cruz— está terminado o no. Es una pregunta que difícilmente podría haberse hecho Fosse antes de su conversión. ¿Qué es más divino de Dios, lo que vemos o lo que se nos oculta?
Hay que agradecer a la Academia Sueca que venga a descubrirnos a este autor. Literatura católica de primer orden.