Con tan solo cerrar los ojos nos imaginamos perfectamente sobre un césped poco acostumbrado a los silencios, rodeados de miles de aficionados en pie, unidos a pesar de la rivalidad, durante 60 intensos segundos, sintiendo el mismo tacto del horror que nos cortó la digestión hace apenas dos semanas. Un minuto de silencio en el que, al compás de la Marsellesa, muchos de los presentes rezaron a ese Dios que aún sigue llorando por París, por Malí, por los muertos de 2004 en Madrid, por los de 2001 en Nueva York, por los que caen a diario en Irak y en Siria, y por todos los fallecidos lejos de focos y cámaras. Cruel paradoja la de unos asesinos que se creen soldados de la guerra santa. Alá es demasiado grande como para reducirlo a cinturones explosivos y kalashnikovs.
A las alineaciones de uno de los partidos más importantes de la temporada les tocó demostrar que nuestros valores están por encima de la barbarie y que nuestra libertad es más importante que el miedo. Porque nosotros –lo hemos demostrado en muchas ocasiones– somos capaces de convertir el horror en filigrana de vida. Y por eso están ahí, llenando un estadio que jamás se había visto rodeado de tantas medidas de seguridad, como las que se aplicaron en el clásico del pasado sábado.
Sobre las gradas del Bernabéu también estaban los que la noche de la masacre celebraban un cumpleaños en el bar del barrio, la que daba el último paseo del día a su perro, el que acababa de acostar a los niños en casa y los que abarrotaban todos los Bataclanes que tenemos en nuestras ciudades. Todos somos París. Palabras que llenaron ese minuto de silencio, en el que miles de oraciones horadaron el único Cielo capaz de parar el odio. Mañana mismo Francia homenajeará oficialmente a sus víctimas en el Palacio de los Inválidos. Allí volveremos a estar todos y contarán con nuestro minuto de silencio. Por ellos. Por todos. Por nosotros.