Un juicio de misericordia
5º domingo de Cuaresma / Evangelio: Juan 8, 1-11
Celebramos el quinto domingo de Cuaresma. El próximo domingo será Domingo de Ramos. La Cuaresma está llegando a su culminación. Estamos finalizando un periodo de gracia y de preparación a la Pascua del Señor. Al igual que los dos domingos anteriores, el Evangelio de hoy es una invitación a meditar sobre la misericordia de Dios, capaz de recrearnos y de reabrir un futuro donde tal vez ya no hay esperanza, empujándonos siempre a la conversión de nuestro corazón.
Al amanecer Jesús va al templo de Jerusalén, y la gente se precipita hacia Él para escuchar sus enseñanzas. Ahí acontece este precioso relato del Evangelio. Van a juzgar a una mujer sorprendida en adulterio. ¿Nos imaginamos la escena? Una mujer desgreñada, humillada, golpeada, sollozando, con gemidos… La traen a empujones, entre insultos. La tiran ante Él violentamente. Ella está en el suelo. Los demás –todos aparentemente dignos–, a su alrededor. Entonces se acercan a Jesús algunos escribas y fariseos para interrogarle, porque no pueden soportar que Él «viniera a llamar a los pecadores y no a los justos» (cf. Lc 5, 32), ni pueden comprender que «acoja a los pecadores y coma con ellos» (cf. Lc 15, 2). Le preguntan acerca de su opinión sobre la legislación mosaica que pide apedrear a las adúlteras. No es una teoría, es real. La mujer está condenada, va a morir. Ellos recurren a la ley de manera correcta (cf. Lv 20, 10; Dt 22, 22-24), pero en sus corazones hay odio y maldad. En el fondo no les importa la mujer, sino que buscan desprestigiar a Jesús, siempre.
Le preguntan sobre cómo se sitúa Él frente a la ley de Moisés. ¿Es un verdadero judío, o en el fondo es un enemigo del pueblo? Como si la ley fuera el último criterio para determinar quién es quién. Como si el templo fuera la morada de la ley, y no de la misericordia y del perdón. Están en el templo, pero en realidad están profanándolo. Jesús no responde. Se limita a escribir irónicamente con el dedo en el suelo. Pero como le insisten levanta la mirada, los observa cara a cara, y les dice: «Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra». ¿Os imagináis la mirada de Jesús? Debía de ser terrible. Y ante esa mirada, la cobardía, el miedo y la huida.
Así, los acusadores se marchan, «uno por uno, comenzando por los mayores», y dejan a Jesús solo con ella. Y entonces viene la conclusión tan extraordinaria de este relato evangélico: «Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”».
¿Qué sería de aquella mujer? ¿La recibiría su familia? ¿O se convertiría en una mendiga o en una prostituta al ser rechazada por todos? No conocemos esta información. Pero sí sabemos que en el corazón de aquella mujer quedó grabada para toda su vida la mirada compasiva de Jesús: quedó marcado su perdón.
Juzgar es valorar, evaluar, a una persona. Se trata de calificar no un acto suyo, sino su fondo personal. El Evangelio de este domingo nos hace caer en la cuenta de que juzgamos muchas veces sin saber lo que en realidad es juzgar. Porque juzgar a una persona exige en primer lugar conocer el corazón de esa persona, su fondo último, su alma.
¡Cómo nos sorprenden las personas a lo largo de la vida! Personas en quien habíamos puesto toda nuestra confianza y de pronto nos decepcionan con sus malas acciones. Y al revés: personas sencillas, que en situaciones difíciles –guerras, persecuciones, desgracias familiares,…– dan la vida, salvan a otros, se arriesgan. Son héroes. Pero, ¿quién es quién? ¿Y quién soy yo? Porque hay días que nos parece que somos buenos, pero otros no vemos nuestra bondad por ningún sitio. El fondo personal del corazón, el núcleo íntimo y hondo de cada persona, solo es conocido de verdad por la mirada de Dios.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano, si estamos cargados de pecado, de intereses, de prejuicios? El juicio humano es un acto de ignorancia porque es hablar de lo que no se sabe, es un acto de soberbia porque es ponerse en el lugar de Dios, y es una agresión, un ataque al corazón del otro, una negación de la misericordia. Sólo Dios puede juzgar, porque sólo Dios conoce el interior de cada persona, y ama con un amor único, que recrea y recompone. La persona que nunca juzga ni de pensamiento ni de palabra, tiene en su corazón a Dios: tiene dentro la gracia, tiene dentro el amor.
En el Evangelio de este domingo Jesús se abstiene de juzgar: «Yo no te juzgo» (Jn 8, 11; cf. Jn 12, 47). Su misericordia emerge porque no condena. No juzguemos. Seamos misericordiosos, y encontraremos misericordia.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».