En su Carta a los jóvenes, de 1985, Juan Pablo II no dudó en llamar al paro «la plaga del desempleo». Casi tres décadas después, en nuestra España, aún habría que buscarle una definición más terriblemente dolorosa. «El trabajo —decía el Papa— es un derecho del hombre y, por consiguiente, debe ser garantizado, dedicando a ello los cuidados más asiduos y poniendo en el centro de la política económica la preocupación por crear unas posibilidades adecuadas de trabajo para todos, y principalmente para los jóvenes, que con tanta frecuencia sufren hoy ante la plaga del desempleo». ¿Dónde está esa preocupación por el trabajo adecuado, en los que ejercen el noble oficio de la política, y en definitiva en toda la sociedad? En la inmensa mayoría de los medios, se dan cifras y porcentajes, ciertamente pavorosos, y se comentan, sin ir más allá de los parámetros puramente economicistas y materialistas, como si eso fuera lo adecuado para quien está llamado, no a comer y beber, que mañana moriremos, sino a saciar esa sed de felicidad infinita que constituye la verdad más honda de todo corazón humano. Si al joven, a cada hombre y a cada mujer, le falta el adecuado por qué y para qué vivir, es decir, si queda reducido a un número, no sólo no podrá saciar esa sed infinita, aunque tuviera el mundo entero, sino que nada tendría de extraño que la plaga, y más que plaga, del desempleo siguiera en aumento.
«Recordad —decía el mismo Juan Pablo II, ya en 1981, en su primera encíclica social, Laborem exercens— un principio siempre enseñado por la Iglesia: la prioridad del trabajo frente al capital. El trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras que el capital, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental». Bien a la vista está lo que sucede cuando esto se olvida, junto con el olvido de lo adecuado que ha de ser el trabajo para merecer el calificativo de humano: que el dinero, buscado como el tesoro para hacerse rico de cosas, primero, deja al hombre sin dignidad, pues lo convierte en esclavo, y, al final, le deja también sin cosas, con lo que la plaga sigue estando servida. ¿El remedio? Reconocer que el joven, como el adulto y el anciano, y como el niño, nacido o por nacer, ¡no es un número!
Antes del texto citado, el Beato Papa Juan Pablo II lo dice así, en Laborem exercens: «El fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona… Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado. Quiere decir solamente que el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto». Y añade con toda claridad: «Ante todo, el trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo».
La encíclica social de su sucesor, Caritas in veritate, de 2009, viene a ratificar esta enseñanza fundamental de la Iglesia, cuyo olvido está, sin duda, a la raíz de todas las crisis de nuestro tiempo. La realidad no ha dejado de darle plenamente la razón a Juan Pablo II, de tal modo que Benedicto XVI, agravada, como era de esperar con tal olvido, la plaga del desempleo, no ha podido por menos que reiterar, con más razón aún si cabe, esa enseñanza, sin pretender imponerla, pues la verdad se impone por sí misma. En cambio, son las fuerzas del mundo, políticas, sociales, mediáticas, las que tratan de imponer el silencio a la Iglesia. Hoy, de un modo especialmente intenso, y a la vez completamente ciego, se quiere hacer callar a la voz de la Iglesia, cuando su análisis de la realidad y sus propuestas no pueden ser más lúcidos, precisamente porque no proceden de ella, sino de Aquel que es la Luz misma. «Cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo —afirma Benedicto XVI— a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para abrirse caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual». Y concluye el Santo Padre con la propuesta:
«Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: Pues —en palabras del Concilio Vaticano II— el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social». No un número, ciertamente.