Un espíritu generoso: el secreto del éxito de Tolkien - Alfa y Omega

El 2 de septiembre se celebra el 50 aniversario de la muerte de J. R. R. Tolkien. Su obra épica El Señor de los Anillos es un libro superventas global, traducido a más de 50 idiomas. Tolkien fue un hombre absolutamente inglés y un devoto católico. Pero solo una fracción de sus lectores comparte su visión religiosa. Tolkien rezaba en latín, tenía devoción a la bienaventurada Virgen María y llamaba a la Eucaristía «lo único que hay en la tierra digno de ser amado», pero gran parte de su público no cree o ni siquiera tiene un conocimiento básico de estas cosas. Un inglés profundamente católico produjo una obra imaginaria enormemente popular en el mundo secular. Es una paradoja que vale la pena investigar.

Tolkien creció en el entorno de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, en Birmingham. Fue el primero en erigirse en Inglaterra, fundado nada menos que por san John Henry Newman, quien fue su superior hasta su muerte. Uno de los padres del oratorio, Francis Morgan, fue el tutor legal de Tolkien tras la muerte de su madre [su padre murió antes, N. d. T.] y más tarde fue íntimo amigo de la familia.

San Felipe Neri es conocido como el «apóstol de la alegría». Según todos los testimonios era un hombre bienhumorado que gastaba bromas a sus amigos con la intención de promover su crecimiento en humildad. Una de las cosas que ofreció a sus hijos espirituales fue el énfasis en mantener un espíritu alegre, incluso —o, más bien, especialmente— ante cuestiones más serias.

A Tolkien lo moldeó profundamente esta espiritualidad. De muchacho tenía pocas razones para estar alegre. Su madre había muerto cuando él tenía 12 años, «desgastada por la persecución, la pobreza y la enfermedad, y esforzándose en transmitirnos la fe», recordaría en una carta. Estaba más familiarizado con la pérdida, la ansiedad, la amargura y el resentimiento que con la alegría. Pero en la comunidad del oratorio pudo relajarse gradualmente y disfrutar de su infancia, a pesar del dolor y de la incertidumbre sobre su futuro.

No muchos años después pasaría por el horror de la Gran Guerra. Estas experiencias serían más que suficientes para justificar una visión lúgubre de la vida, y de hecho Tolkien tenía una vena depresiva. Lo que sorprende no es este lado pesimista, sino que también tenía otra vena alegre y divertida profundamente asentada. ¿Qué le permitió integrar esa alegría en su compleja personalidad adulta, a pesar de los sufrimientos? Se puede alegar que le ayudó la espiritualidad de san Felipe Neri. Incluso tomó su nombre al confirmarse y en su monograma aparece escondida una p de Philip.

Sus biógrafos, sin embargo, han sido reticentes a explorar la fe de Tolkien. Humphrey Carpenter, autor de la biografía oficial, reconoce la importancia «total» del cristianismo para Tolkien, pero la presenta, en gran medida, como un apego emocional a su madre. Puede deberse parcialmente al miedo por parte de no católicos a que su autor favorito resulte ser de mente estrecha. No tienen nada que temer. Tolkien tenía creencias firmes, pero también amplias simpatías. El Señor de los Anillos contiene un célebre intercambio en el que el mago Gandalf le dice al hobbit Frodo: «No seas ligero a la hora de adjudicar muerte en tu juicio». Tolkien creía que todas las personas han sido creadas «a imagen y semejanza» de Dios y que Dios ha dado el don de la conciencia a toda la humanidad. Sí, sostenía que hay quienes «rechazan la oportunidad de nobleza o salvación y parecen resultar “condenables”». Pero eligió esa palabra con cuidado: condenables, no condenados. Señalaba que «nosotros, que estamos todos “en el mismo barco”, no debemos usurpar al Juez».

Tolkien estaba convencido de que la Iglesia católica había sido fundada por Jesucristo y de que san Pedro recibió la autoridad para gobernarla, heredada por los Papas. Pero también admitía que había conocido sacerdotes «ignorantes, hipócritas, haraganes, borrachos, crueles […] y aun —barruntó— inmorales». Ambas cosas pueden ser verdad. Hablaba de la Iglesia como «agónica pero viva, corrupta pero sagrada». No es un hogar para los ya perfectos sino un lugar donde los pecadores pueden, por la gracia de Dios, mejorar. Tolkien se confesaba con frecuencia porque se veía necesitado de esa gracia. Aunque sabía dónde estaba su lealtad, no sacaba conclusiones negativas firmes sobre el estatus moral de los demás y mucho menos sobre su destino eterno. Como observa Gandalf, «ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos». Tolkien explicaba en una carta que los católicos deben medirse por un estándar alto, pero que cualquier juicio a otras personas debía estar «atemperado por la misericordia».

No era intolerante, tenía un gran corazón. Los católicos podríamos aprender de él cómo mantener unas convicciones firmes teniendo amplias simpatías. De hecho, sospecho que su habilidad para alcanzar este delicado equilibrio es una de las razones por las que sus obras se han hecho tan populares. ¿Sienten los lectores que la Tierra Media fue creada por un hombre de carácter magnánimo? ¿Es su espíritu generoso el ingrediente secreto de su éxito? No me parece imposible.

La autora acaba de publicar La fe de Tolkien: una biografía espiritual, que el Grupo de Comunicación Loyola editará en España en la primavera de 2024.