Al padre Ángel Ayala nada le entristecía más que el derrotismo y la inacción. Corría febrero de 1932 y los jesuitas habían sido disueltos por el Gobierno de la República. Desafiando al poder, los miembros de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) tributaban un homenaje a su impulsor, el padre Ayala, infatigable formador de seglares y fundador de obras, con una marcada vocación social. Tras la Misa, se dirigió a los presentes: «No os dejéis ganar por un pesimismo que ni siquiera justifican las circunstancias, por ásperas y difíciles que parezcan. Hay mucho de inseguridad y de miedo en la furia de los perseguidores; mucho de entereza, de valor, de seguridad en el triunfo, en la mansedumbre de los perseguidos».
Ya en la clandestinidad, actuó como viceprovincial de la Compañía y se puso al frente de la residencia-refugio Coetus III. En esos momentos de tribulación tuvo tiempo de reflexionar sobre su vida. Nacido el 1 de marzo de 1867 (hace justo 150 años) en Ciudad Real, estudió Bachillerato, Derecho y Filosofía y tras pasar por el noviciado de San Jerónimo (Murcia), se ordenó en Sevilla en 1894. Ya en Madrid, se encargó de la Congregación de los Luises. Con el apoyo del nuncio, en 1908 reunió por primera vez a un pequeño grupo de jóvenes liderado por Ángel Herrera Oria en quienes puso toda su confianza para fundar la ACdP.
En ese periodo también fue superior de la residencia de la calle de Zorrilla y primer rector del ICAI, embrión de la Universidad Pontificia Comillas. Tras una breve estancia en Ciudad Real, donde fundó el Seminario Menor de San Ignacio, volvió a Madrid para dirigir, de nuevo, el ICAI y el Colegio de Areneros. Alentó la puesta en marcha del diario El Debate y la Editorial Católica, promovió la Compañía Misionera del Sagrado Corazón, dirigió la revista Estrella del Mar y fue maestro de novicios. Demasiada actividad como para pasar inadvertido. De hecho, al estallar la Guerra Civil, la prensa afín a la República anunció alborozada su detención. No era cierto. Afortunadamente, con la ayuda de familias amigas, consiguió ocultarse hasta el final del conflicto.
En sus últimos años de vida aún tuvo fuerzas para crear las Escuelas Profesionales Labor y ser el padre espiritual del Colegio de Areneros. Allí vivió hasta que entregó su alma al Padre el 20 de febrero de 1960, sintiendo permanentemente con la Iglesia, «con sus mismos criterios. Viendo con ojos sobrenaturales; subordinando la materia al espíritu, lo temporal a lo eterno».