Una cárcel diseñada específicamente para personas extranjeras que no han cometido ningún delito. Una prisión en la que encerrar a quienes han cometido solo la falta administrativa de no tener la documentación en regla —algo por lo que los autóctonos, a lo sumo, recibirían una multa—. Descrito con esta asepsia, sería lógico pensar que estamos hablando de sistemas de apartheid como el que gobernó Sudáfrica o el que rige en la actualidad Israel. Sin embargo, si acudimos a la descripción de los CIE en el BOE nos encontramos con un nuevo grado de cinismo institucionalizado: «Centros no penitenciarios […] destinados a la custodia preventiva y cautelar de extranjeros para garantizar su expulsión, devolución o regreso». Jueces, ONG y hasta la ONU han denunciado que las condiciones en las que viven sus internos son mucho peores que las de las prisiones españolas y las cifras del balance histórico demuestran que la función primordial de los CIE nunca fue la deportación de sus presos, sino su disciplinamiento.
Incluso en los años de mayor número de llegada de inmigrantes a España, como fue la primera década de los 2000 —cuando pasó de uno a 5,7 millones— más del 80 % de las personas encerradas en estos «centros de sufrimiento, opacidad e impunidad policial», como los definió el exjuez de control del CIE de Aluche (Madrid) Ramiro García de Dios, eran liberadas, tras hasta 60 días de reclusión, sin ser deportadas. Entonces, ¿para qué perseguirlas mediante redadas racistas, encerrarlas, someterlas a la amenaza de volver a la casilla de salida, dejarlas sin trabajo, alejarlas de su familia y entorno, romperles de nuevo la vida para dejarlas, finalmente, en libertad?
Los CIE cumplen un papel fundamental en el entramado represivo de la ley de extranjería: recordar a los inmigrantes en situación administrativa irregular que no son más que mano de obra prescindible, intercambiable, deportable; grabarles a fuego que si quieren permanecer en España han de ser sumisos, silenciosos, invisibles.
Un régimen del miedo que se mantiene hasta hoy cuando, gracias a la perseverancia año tras año del Servicio Jesuita a Migraciones, sabemos que de las 2.276 personas que fueron encarceladas en estos centros en 2022, prácticamente la mitad fue por no tener permiso de residencia. Personas que pueden llevar 15 años o más trabajando en España sin haber logrado regularizar su situación. Una cifra similar a la de quienes terminaron siendo puestas en libertad: 1.072 personas. Hombres y mujeres a los que, antes de ponerles de patitas en la calle, les entregan una orden de expulsión, dejándolos en una situación aún más vulnerable a todo tipo de abusos. La receta perfecta para convertirlos en carne de cañón para la explotación laboral.
Dado que los periodistas tenemos vetado el acceso a los CIE, las ocasiones en las que conseguí entrar al de Madrid fue como visitante de un interno y, otra, con una comisión judicial. Así comprendí por qué no quieren que constatemos el grado de racismo y desprecio con el que se trata a estas personas y las condiciones indignas en las que se los encierra. Muertes como la de Samba Martine, que pidió hasta en diez ocasiones atención médica sin recibirla, siguen más de una década después en la impunidad. Cuando pregunté a los responsables por su caso, se limitaron a decir que los inmigrantes exageran para conseguir la libertad.
Pero el informe del SJM recoge otra cifra más cruel si cabe: las 930 personas que fueron encerradas en estas prisiones tras sobrevivir a un viaje en patera. Esa es la hospitalidad que brindamos a los náufragos cuando son africanos.
Cerrar los CIE es un deber legal si España quiere empezar a desmontar el sistema de apartheid que ha construido, siguiendo los dictados de la Unión Europea contra las personas migrantes pobres. Exigir el cierre de los CIE sigue siendo hoy más que nunca un deber ético para cualquiera que crea que no se pueden encarcelar a personas por su país de origen o su color de piel. El ABC de cualquiera que defienda un mínimo de dignidad.