Un cristiano en la silla de Pedro
Un cristiano en la silla de san Pedro es el título que dio la pensadora -y periodista- Hanna Arendt al capítulo dedicado a Angelo Giuseppe Roncalli, en su libro Hombres en tiempos de oscuridad (Gedisa). «Señora, este Papa era un auténtico cristiano», le dijo una sirvienta romana, mientras Juan XXIII agonizaba. De ese hilo tiró Arendt, una judía secularizada, y llegó a la conclusión de que lo que hacía tan atractiva la figura de este Papa, a cristianos y no cristianos, era que «había decidido tomarse al pie de la letra cada uno de los artículos de fe que le habían enseñado». Éstos son algunos de los párrafos del capítulo:
Desde el comienzo de su pontificado, a finales de 1958, el mundo entero, no sólo los católicos, se estaba fijando en él por las razones que él mismo enumeró. En primer lugar, por «haber aceptado con sencillez el honor y la carga» que se le habían encomendado, cuando siempre «había procurado con afán (…) evitar que la atención directa se centre en su persona». En segundo lugar, por «haber sido capaz de poner en marcha de inmediato ciertas ideas que eran (…) sumamente simples pero que tenían efectos de largo alcance e implicaban muchas responsabilidades para el futuro». A Él, según su propio testimonio, «la idea de un Concilio Ecuménico, la de un Sínodo Diocesano, y la revisión del Código de Derecho Canónico» se le ocurrieron «sin previa deliberación», y eran incluso «contrarias a sus anteriores opiniones (…) sobre estas materias». A aquellos que le observaban, en cambio, les parecieron casi la manifestación lógica, o al menos natural, del hombre y de su desconcertante fe.
Cada página de este libro [Diario de un alma] da testimonio de esa fe y, sin embargo, ninguna de ellas ni todas juntas resultan tan convincentes como las incontables historias y anécdotas que circulaban por Roma durante los cuatro largos días de su agonía final. (…) Del taxista al escritor o al editor; del camarero al comerciante, creyentes de todas las confesiones y no creyentes, quienquiera que uno encontrase tenía una historia que contar de lo que Roncalli había hecho o dicho y de cómo había actuado en tal o cual ocasión. Un buen número de ellas las ha recogido Kurt Klinger bajo el título A Pope Laughs [Un Papa ríe], y otras se han publicado en la creciente literatura sobre «el buen Papa Juan». Pero este tipo de hagiografía es de poca ayuda a la hora de entender por qué el mundo entero tenía los ojos puestos en este hombre. De poca ayuda, porque evita cuidadosamente decir hasta qué punto los criterios normales del mundo, incluidos los del mundo de la Iglesia, contradicen las normas de juicio y de comportamiento contenidas en las predicaciones de Jesús. En el corazón de nuestro siglo, este hombre había decidido tomarse al pie de la letra, y no ya simbólicamente, cada uno de los artículos de fe que le habían enseñado. Él realmente quería «ser aplastado, despreciado, menospreciado por amor a Jesús». Se había disciplinado a sí mismo y a su ambición hasta realmente «no preocuparse en absoluto de los juicios del mundo, ni siquiera de los del mundo eclesiástico». A la edad de veintiún años ya lo había visto claro: «Incluso si yo fuera el Papa, (…) tendría que comparecer ante el juicio divino, ¿y entonces de qué me valdría haberlo sido? No de mucho» (…).
Nunca pensó que los cardenales le habían elegido, sino que «el Señor me eligió», una convicción que debió de quedar muy reforzada por el conocimiento de la forma puramente accidental en que se produjo su elección. Precisamente por saber que, humanamente hablando, todo fue una suerte de malentendido, pudo escribir, sin proclamar por ello una generalidad dogmática, sino señalándose claramente a sí mismo: «El Vicario de Cristo sabe lo que Cristo quiere de él». El editor del Diario, el antiguo secretario del Papa Juan, monseñor Loris Capovilla, menciona en su Introducción lo que debía de irritar en alto grado a muchos y confundir a casi todos: «Su habitual humildad ante Dios y su clara conciencia de su propio valor delante de los hombres, una conciencia tan clara que llegaba a desconcertar» (…). Lo que le hizo libre fue el poder decir, sin reservas de ningún tipo, fuesen mentales o emocionales: «Hágase Tu voluntad».
Hanna Arendt