Las clásicas Cinco horas con Mario nos las presenta Austral con nueva portada que evoca a la tradicional intérprete de la protagonista en teatro, Lola Herrera. Pero la historia sigue empezando por Mario Díez Collado, el difunto. Abres la novela y te encuentras un recorte de periódico, la reproducción facsimilar de una esquela publicada el 24 de marzo de 1966 que anuncia su muerte. A golpe de vista nos enteramos de que se trata de un padre de familia de cinco hijos fallecido a los 49 años, «confortado con los auxilios espirituales». A continuación llega la estampa fugaz de un velatorio comunitario que nos introduce naturalmente en la mente de la viuda. La «desconsolada esposa, doña María del Carmen Sotillo» toma la palabra en un largo monólogo interior que desarrollará junto al cadáver durante la noche. Sobre la mesilla encuentra la Biblia, que hojea en los párrafos subrayados por su esposo, quien siempre leía «sobre lo leído, solo lo señalado», convencido de que «le serenaba y le fecundaba». Así se lo cuenta, antes de quedarse sola, Menchu a su amiga Valen, «como excusándose». No será la última vez que la notemos avergonzarse, incluso escandalizarse de Mario por cosas hoy incomprensibles. Es más, desde el primer pensamiento suyo que nos llega sin filtro, Menchu es el eterno reproche, el reproche sin fin a Mario. Le llegamos a conocer en apenas unas líneas mucho más de lo que ella ha sido capaz de conseguir en todos sus años de relación, a los que accedemos en recuerdos desordenados que conforman una desavenencia conyugal culminada en adulterio, entre la culpabilidad y el engreimiento, y que Delibes se empeña en sobreponer encima del tapete de las dos Españas. Menchu es «una pequeña reaccionaria», en palabras de Mario. Dogmática e inculta, de mente estrecha y con graves prejuicios de clase, responde a un estereotipo provinciano de buena familia venida a menos. Coloca su felicidad frívolamente en la ropa, los coches y las fiestas, y ejerce un antintelectualismo visceral y beligerante contra su leído y cultivado marido del que desprecia los «gustos proletarios» (como ir a trabajar en bicicleta) y con cuyo espíritu rebelde choca frontalmente. Mario es un modesto catedrático de instituto de provincia, honesto, íntegro y orgulloso, sensitivo con todos menos con su mujer, «a la vez periodista polémico, novelista sin éxito y cristiano comprometido de ideas progresistas con una honda preocupación social», redondea el catedrático Antonio Vilanova en el prólogo. Añade que, «según la propia confesión de Delibes, el carácter de Mario está inicialmente inspirado en el de su gran amigo el escritor José Jiménez Lozano, perfecto arquetipo del intelectual católico posconciliar de la década de los 50» que funde con su propio autorretrato.
Menchu es Sancho en su simpleza. Y Mario es Don Quijote con su idealismo, que le pasa factura en forma de depresión: «No es un muerto, es un ahogado», lamentan ya las primeras páginas. Cierto. Pero, ¿cuál es entonces el lastre interior de Mario, el hombre de ojos tristes? Tal vez que cegado por el ímpetu de su doliente humanidad un día olvidó que no hay justicia sin caridad.
Miguel Delibes
Austral