A los dos o tres meses de la elección del Papa Francisco, cuando muchos altos cargos del Vaticano seguían teniendo dificultades para tomarle la medida, un cardenal anciano y sabio me dijo: «A este Papa se le puede definir con una palabra». Me quede mirándole, incrédulo. Después de haber intentado en vano presentar su poliédrico perfil en artículos de cientos de palabras, no podía creer que pudiera hacerse simplemente en una. El anciano cardenal me leyó el pensamiento y me dijo, con una sonrisa: «Enamorado».
Tenía razón. Francisco multiplicaba sus energías y derrochaba gestos de cariño cada semana con miles de personas porque estaba enamorado de Jesucristo y de María. El amor da alas, y el corazón empuja con una fuerza irresistible. Quizá otra buena definición, pero en dos palabras, es la que él propone como modelo y se aplica en primer lugar a sí mismo: «Discípulo misionero». Un católico no es en primer lugar un miembro de alguna estructura eclesiástica como parroquia o movimiento, sino una persona que camina cerca de Jesús. Como las mujeres que le seguían en sus caminatas y extendían su mensaje con una rapidez y eficacia iguales a la de los discípulos enviados a predicar por los pueblos.
Al Papa le entendieron enseguida los obispos y sacerdotes con espíritu misionero, que van por la vida ligeros de equipaje, y se vuelcan en ayudar a toda persona que encuentran en su camino, sea de cualquier raza o religión.
Pero un Papa tiene que ser, además, un guía espiritual para todos, una especie de faro que orienta en los momentos complicados.
Bajo ese aspecto, se le podría definir en dos palabras como un conservador inteligente. Es conservador en todos los temas esenciales, pero los conserva del modo oportuno en cada momento, evitando que los ropajes anticuados terminen por ocultar el cristianismo o por hacerlo antipático.
Juan XXIII se deshizo de la silla gestatoria, ya completamente anacrónica. Pablo VI aceptó ponerse la triple corona que le habían regalado los fieles de Milán, pero luego la subastó para obras de caridad. Benedicto XVI la canceló de su escudo papal, sustituyéndola por una mitra, símbolo de los obispos.
Francisco se esfuerza por conservar y revalorizar los elementos centrales del cristianismo, que se perciben bien leyendo los Evangelios, y que suelen tener como terreno de juego el propio corazón. Y como vara de medida, la sinceridad con Dios.
Al mismo tiempo, se ha desprendido de costumbres que respondían más bien a la tradición de la corte de Versalles. Habían sido útiles durante siglos, pero se habían vuelto contraproducentes.
Lo curioso es que Francisco no solo revaloriza elementos centrales del cristianismo, como la alegría, la ternura y la misericordia, sino que los utiliza como poderosas palancas virtuales para lograr, por las buenas, resultados antes inalcanzables.
Su valía la descubrieron en primer lugar los grandes medios económicos norteamericanos como The Wall Street Journal, Forbes o Fortune, que siguen prestándole mucha atención por dos motivos: porque sabe revitalizar instituciones y porque entiende en profundidad el mundo en que vivimos.
En llamativo contraste con ciertos católicos que pontifican sobre lo que debe hacer el Pontífice, algunas de las personas con mayor responsabilidad social y económica se acercan a escucharle. El último Global Forum bianual organizado conjuntamente por Forbes y Time para líderes de las 500 mayores empresas del mundo tuvo lugar en Roma el 2 y 3 del pasado mes de diciembre. Lo celebraron allí para poder tener una audiencia exclusiva en el Vaticano y escuchar al Papa.
Ese perfil de conservador inteligente y su capacidad de comunicación son la envidia de estadistas y jefes de grandes empresas.
Así como Benedicto fue uno de los mayores intelectuales del siglo XX, Francisco es el primer Papa del siglo XXI porque se adapta de modo instintivo a un mundo cambiante y aplica de modo inmediato las nuevas reglas del juego.
Evangeliza al modo mental de hoy. De un mundo en que hemos pasado de los lenguajes oficiales a los coloquiales, de las estructuras piramidales a las de red, y de la primacía del coeficiente intelectual a la del coeficiente emocional.
Francisco es un caso asombroso de inteligencia emocional, que a veces falta a algunos pastores. Y un ejemplo de visión de futuro. Nos lo ha dicho varias veces: «No vivimos una era de cambios, sino un cambio de era».