Un avión de madera de esos que pintas una tarde con papá
La Iglesia en Eslovaquia se ha volcado con los refugiados que llegan a su frontera, tanto en la primera acogida como en el segundo paso, el de la integración
Lleva media hora de pie, con los ojos fijos en el horizonte. Está esperando el autobús que la llevará hasta uno de los tres check points que las autoridades han puesto en marcha en los alrededores de la frontera de Vyšné Nemecké, que conecta Eslovaquia con Ucrania. No tiene más de 6 años. Amarra fuerte contra su pecho un conejo rosa; se lo ha regalado una voluntaria de Cruz Roja, o de Cáritas, para verla sonreír. En la otra mano, un avión amarillo de madera; este viene desde casa. Una maqueta de esas que pintas con papá una tarde de domingo. Algo sencillo, pero tan preciado como para llevarlo en la mano durante cinco días de huida con mamá. A su lado, un niño de su edad, desconocido y a la vez tan cercano, sujeta con dificultad una bolsa de basura donde alguien metió toda su vida. Coge con fruición varias piruletas que le ofrece un soldado y agradece, tímido. A una mujer de unos 50 años no se le olvidó coger el recipiente donde bebe agua su perrita. Un abuelo descansa en su silla de ruedas mientras se toma un café caliente que le ofrecen los voluntarios de la Orden de Malta. A 200 metros sale otro hombre mayor, medio tambaleándose, de un camión medicalizado instalado por una institución gubernamental y en el que se hacen hasta cirugías sencillas.
«La situación no era así los primeros días del conflicto. Fue mucho más caótico», explica Miroslav Gieci, un vendedor de libros que ha aparcado momentáneamente su profesión para colaborar con la Orden de Malta. Cuatro semanas después de que Putin ordenase la invasión de Ucrania, el flujo de refugiados que llegan a Eslovaquia se ha ralentizado. Cruzan familias formadas por madres, hijos y abuelos aproximadamente cada diez minutos sin tener que esperar en la otra parte en una cola de 23 horas. Congelados y muertos de hambre. «La primera y la segunda noche hacía un frío bestial. A una mujer le dio un infarto mientras esperaba, y otra llegó muerta. Una chica de 21 años había llegado haciendo autostop y llevaba una semana sin comer; estaba deshidratada. Un sacerdote cargaba la maleta de una mujer cuando esta recibió la llamada que la alertó de que su marido había muerto. Y lloraba. No dejaba de llorar». Lo explica Frantisek Engel, párroco grecocatólico de la localidad de Vyšné Nemecké y uno de los habituales en la frontera. No hay quien pase por su lado y no le salude. Gracias a su ingenio, los recién llegados se encuentran, nada más pisar Eslovaquia, con una capilla donde el Señor los espera. Las dos primeras semanas aquello era un hervidero de solidaridad descontrolada y mafias que se aprovechaban de ello –«no podía dormir pensando que alguien pudiera subirse a un coche equivocado», reconoce Miroslav–.Cuando el Gobierno quiso poner orden, estableció controles policiales para eliminar las redes de trata, y por otro lado, desplazó a segunda fila los puestos de ayuda de ONG e instituciones religiosas que se habían apresurado a ofrecer su colaboración. Engel, astuto, alquiló al dueño del terreno un espacio bien visible. Ahora nadie puede mover de ahí el espacio sagrado.
El sistema de acceso al país a través de los tres check points es relativamente nuevo. Allí, ahora, las autoridades cogen los datos de los refugiados y les preguntan cuáles son sus deseos: si continuar a hacia otro país de la Unión Europea –la mayoría–, o si quedarse en Eslovaquia. Hay quienes ni siquiera saben qué hacer. Una vez tiene lugar esta conversación, son derivados a las instituciones que mejor pueden ayudarlos a cumplir sus deseos. Pero durante la llegada masiva, las dos primeras semanas, era la diócesis de Košice, la ciudad más cercana a la frontera, la que atendió sus necesidades. En el seminario San Carlos Borromeo –que visitamos gracias a COMECE– cobijan a 50 personas, 24 de ellas niños. Han habilitado el edificio destinado a los seminaristas del propedéutico para que las mamás y sus hijos puedan estar tranquilos. «Lo que más valoro es el silencio», asegura Kseniya, abogada de 38 años y con un perfecto inglés, que, tras cinco días en un refugio con sus hijos –de 18 meses el pequeño y 14 años la mayor–, huyó primero a Hungría y luego a Eslovaquia. El pequeño Marc no quiere separarse de los brazos de su madre, y ella se esconde tras su pelo rubio para que no la veamos llorar. Sus otros dos hijos quieren volver a casa con su padre, y ella no sabe qué contestar. Lo que sí sabe es que, de momento, quiere quedarse allí, se siente cuidada y segura. Y cerca de su hogar. Ha creado una familia con otras mujeres, como Angelica, de 53 años, que dejó atrás a marido e hijos y huyó con su hija y su nieta de 5 años. Solo habla ucraniano, pero los gestos son universales. Acaricia el jersey gris que lleva puesto. Agradece que alguien se ocupe de vestirla, ya que salió corriendo con lo puesto. «Teníamos una vida normal. Ahora no nos queda nada». Y esto, constata, «es lo que significa ser un refugiado».