Un abrazo que zarandea
La imponente figura del Cristo Redentor que se alza sobre el cerro de Corcovado es uno de los emblemas de la ciudad de Río de Janeiro y aun de todo Brasil. Construido en 1926, en precarias condiciones, su estructura desafía a los elementos y supuso un reto para la época. La del Corcovado es la imagen de Jesús resucitado, sí, pero con forma de cruz. Con sus brazos extendidos, sus manos llagadas y su sagrado pecho abierto, O Redentor parece abrazar a todos los que llegan a la urbe carioca, en un abrazo que, en palabras del Papa, acoge y atrae, pero también desinstala, desmundaniza, zarandea, incomoda…
A 709 metros sobre el nivel del mar, en el cerro de Corcovado, se alza la reconocible figura del Cristo Redentor, que hasta los más despistados asocian con la ciudad de Río de Janeiro. Las cifras con que los libros de arte cuentan su historia son tan hercúleas como sus proporciones: construida, entre 1926 y 1931, con más de 1.200 toneladas de hormigón armado y maleable piedra de jabón, mide 38 metros de alto y en su construcción, que se llevó a cabo en precarias condiciones, no murió ningún trabajador, algo sumamente raro para la época.
Lo que los almanaques no cuentan es cuántos, cuantísimos corazones se han conmovido al mirar, en oración, tan singular imagen de Jesús, el Hijo de Dios vivo. Porque la figura de O Redentor no es sólo un desafío a los elementos -las corrientes y los vientos que soporta son fortísimos, al estar frente a la entrada de la bahía carioca-, sino, ante todo, un desafío para quien lo contempla, ya sea en lo alto de la cima, a la que se asciende por un tortuoso sendero, ya sea desde las calles de la populosa ciudad.
Su cuerpo es el del Resucitado para recordar que ni el pecado ni la muerte tienen la última palabra. Pero sus manos abiertas muestran las llagas del tormento, del dolor, de la cruz de cada día; y su pecho desnudo abre al mundo su Sagrado Corazón encendido de misericordia, que asume y redime el pecado de no amar a Quien nos ama. Las del Cristo que verán los peregrinos de esta JMJ 2013 son las manos que acogen a quien llega ante Jesús, y su pecho es el que atrae hacia Sí a cuantos buscan plenitud. Como escribió Benedicto XVI, en su Mensaje a la JMJ de Río, «sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a Él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por Él!».
Pero el abrazo de Jesús no es algo inocuo, no es una metáfora, ni un placebo para mediocres. Meter nuestra bazofia por la hendidura que la lanza de Longinos abrió en su pecho, entregar la propia vida, pedir perdón y saberse perdonado, soltar las riendas, es incómodo, profundamente incómodo. Aceptar cambiar de vida, convertirse, mirar a los ojos ante los que nadie puede esconder sus vergüenzas, darse al otro…, eso es lo que implica el abrazo al y del Cristo Redentor. Como ha señalado el Papa Francisco, la vida nueva del cristiano lo apuesta todo a una carta, la de la fe en el Resucitado, y renuncia al espíritu del mundo, que nos hace idólatras de nosotros mismos. Su abrazo nos ama y nos zarandea para que caigan, como hojas secas, las telarañas de la tibieza. Ánimo. Valor. Entrega. Como concluye el Mensaje del Santo Padre a los jóvenes peregrinos, «el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de su anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo».