Un abrazo que cura
El abrazo, como animal en especie de extinción, sigue significando algo: me entrego a ti, te acojo en lo que eres, puedes descansar conmigo. Abrazar es tocar y ser tocado, derribar el muro construido por mi identidad herida y abrirse a la debilidad del otro. Y solo así es posible la paz
El abrazo es quizá el símbolo más contracultural que puede exhibirse en estos tiempos que de líquidos han derivado en gaseosos. Ahora el beso no existe, es un botón que se pulsa sin que cueste y sin remordimientos. Y las palabras han perdido en muchos casos su hondura. Decimos cosas que nos vienen a la cabeza o que hemos oído que se dicen. Por ejemplo, querer ya no significa compromiso alguno ni deseo de compartir el sufrimiento, ni estar al lado del otro aunque te duela. Así que el abrazo, como animal en especie de extinción, sigue significando algo: me entrego a ti, te acojo en lo que eres, puedes descansar conmigo. Es, en cierta medida, un «yo soy para ti», o sea, un lagarto camino de dinosaurio. Algo que a lo mejor mañana ya no existe. Porque implica una carnalidad que no es de este mundo mediado, apantallado y frágil. Abrazar es tocar y ser tocado, derribar el muro construido por mi identidad herida y abrirse a la debilidad del otro. Y solo así es posible la paz. En mi corazón y en el mundo entero. «La paz se hace con los pies, las manos y los ojos de los pueblos implicados», dijo el pasado sábado el Papa Francisco en el Arena de Paz 2024, un evento que puso sobre la mesa algunas de las grandes cuestiones de nuestro tiempo: migración, ecología, economía, democracia y desarme. Palabras del Santo Padre después de que dos jóvenes, uno palestino y otro israelí, se dieran la mano delante de una abarrotada Arena de Verona. Los padres de Maoz Inon fueron asesinados en el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre. La desproporcionada respuesta israelí, que ya ha causado más de 35.000 muertos en Palestina, acabó con la vida del hermano de Aziz Sara. Pero Maoz y Aziz fueron a la ciudad de Romeo y Julieta a darse la mano y a fundirse luego en un estremecedor abrazo con el Papa. El joven Montesco le dice a su primo Benvolio, que viene de guerrear con los Capuleto, que «hay mucho que hacer con el odio, pero más con el amor». Y así sigue siendo: el odio es el alimento del tentador, pesa mucho y es fácil de arrojar, es un idioma que aprendemos cuando estamos solos, un traje pesado que se nos pega a la piel. La paz, sin embargo, pequeña y escondida, nos abre el horizonte de una vida nueva. Desarmados y con los puños abiertos, el hombre puede mirar al cielo y vivir esa paz que no necesita de anestesias. Y esto no es abstracción, es salir al encuentro del vecino con el que nos hemos peleado en la junta, es llamar a la suegra que te saca de quicio y volver a mirar a tu esposa cada día con ojos nuevos. Ese es el campo sagrado de la paz, donde no caben las ideologías, sucias y engañosas, que, como dijo el Papa, «no tienen pies para caminar, no tienen manos para curar heridas, no tienen ojos para ver el sufrimiento ajeno».