Trigo de Dios
Hubo un tiempo en que a los cristianos los echaban a los leones. Sucedió en la Roma de los primeros siglos… y en el Madrid de 1936. La Iglesia perseguida en la capital durante la Guerra Civil vivió en esos años un período de catacumbas, que hizo crecer la fe de los que lograron sobrevivir, y a los que perecieron se les concedió la palma del martirio. A todos ellos les debemos el homenaje de nuestra memoria; y a las jóvenes generaciones, el derecho a conocer la realidad de los hechos
Providencialmente, la Fiesta del Perdón que tendrá lugar durante la próxima Jornada Mundial de la Juventud se celebrará en el mismo lugar donde, hace pocas décadas, algunos mártires de nuestra Iglesia fueron arrojados para ser devorados por los leones: la Casa de Fieras, en el madrileño parque del Retiro. Como trigo de Dios, molido por los dientes de las fieras —en palabras de san Ignacio de Antioquía—, nuestros mártires son el tesoro escondido de nuestra historia más reciente. Los jóvenes que vendrán a Madrid durante la Jornada Mundial de la Juventud tienen en los jóvenes madrileños de los años 30 un modelo de fe, y unas huellas que, en muchos casos, están teñidas con la sangre del martirio.
Perseguidos por oler a cera
El primer muerto por su fe, que cayó en Madrid, el 18 de julio de 1936, fue precisamente un joven, el hijo del sacristán de la parroquia de San Ramón, en el Puente de Vallecas, asaltada a primera hora de la mañana. Muchos de los que vivieron aquellos años viven todavía, y conservan en la memoria la persecución desatada abiertamente contra los católicos. Los testimonios de primera mano que recogen libros como Historias orales de la Guerra Civil, son elocuentes. Por ejemplo, Manuela L., vecina del centro de Madrid en aquellos años, recuerda que, al comenzar la guerra, había un colegio de religiosos donde hoy está el mercado de Maravillas. Allí vio apalear a curas y monjas, a los que desnudaban delante de todo el mundo; un joven que se atrevió a cubrir con su abrigo a una monja desnuda fue pasado por las armas. Los curas asesinados eran exhibidos en plena calle, desnudos, unos sobre otros.
También las monjas fueron perseguidas con saña. «Yo he visto cómo cogían a tres mujeres en la calle, llamarlas monjas y matarlas delante de mí, de dos tiros a cada una», relata Juan M. «A una amiga nuestra que era religiosa —cuenta Ángela C.— le cortaron los pechos hasta que murió». Concepción R. recuerda que, desde su casa, podía ver cómo «arrastraban de los pelos a las monjas salesianas de la calle Villaamil, y las pegaban o las mataban». A una monja que iba vestida de seglar se le cayó el rosario, al ir a sacar el billete de Metro; los milicianos la detuvieron y fue ejecutada. María J. M. recuerda notar «la mano de mi madre apretando la mía y acelerando el paso para no cruzar entre un grupo de descamisados que saqueaban un convento y sacaban a las pobres monjas a empujones».
Tampoco se libraron los seglares de la persecución. María Dolores G. cuenta que «a una prima mía que volvía con su tía, de visitar a su marido, que estaba en la cárcel, unos hombres las detuvieron y empezaron a decir: Son catequistas de la Concepción, son catequistas de la Concepción, y no se volvió a saber de ellas». Juan B. M. recuerda: «Mataron ante mis ojos a una señora por llevar un misal». Y Ángeles V. fue testigo de la muerte de dos personas en Cuatro Caminos «por llevar una cruz».
¡Hasta el cielo!
Las crónicas de la persecución muestran un ambiente asfixiante, en el que, sin embargo, brilló el testimonio de muchos católicos. El joven sacerdote Manuel Escribano Romero, coadjutor de la misma parroquia de la Concepción, fue a pedir refugio en casa de una persona a la que había ayudado tiempo atrás, pero no le quisieron acoger. Entonces dijo a sus hermanas: «Cuando te veas arrojado como la basura, entonces alégrate, porque Dios está contigo». Horas más tarde fue detenido en su casa; de los suyos se despedía así: ¡Hasta el cielo!, y fue fusilado al poco.
Don Juan Segura, capellán de las Escuelas del Ave María, de la Dehesa de la Villa, comentaba antes de la guerra a un compañero: «Si hacen falta víctimas, y supiera que con mi vida se salvaba España, desde este momento se la ofrezco al Señor». Fue asesinado la noche del 25 de agosto, por el solo hecho de ser sacerdote, como reconocieron sus asesinos. El trágico balance de mártires asciende a casi 450 sacerdotes diocesanos asesinados por su fe; sumados a los religiosos y religiosas radicados en Madrid, da la cifra de casi 1.000 curas y consagrados mártires sólo en Madrid. Los documentos y los testigos aseguran que no hubo ni uno solo de los componentes del clero que abjurara de su fe para salvar la vida.
Este crucifijo, atravesado por una bala en el momento de su martirio, perteneció al joven sacerdote Valero Martínez Sanz, coadjutor de la parroquia de Carabanchel Bajo, fusilado en la Casa de Campo el 8 de noviembre de 1936. Tenía 26 años y 3 de sacerdocio. Antes de la guerra confió a un amigo que él había ofrecido su vida «por la Iglesia y por España».
Pero no sólo sufrieron persecución el clero regular y los religiosos. Los fieles laicos también fueron acosados hasta la muerte. Y esto, desde antes del comienzo de la guerra. José Luis González Gullón refiere, en El clero en la Segunda República, el caso de dos jóvenes que fueron ejecutados por unos comunistas, en plena calle de Alberto Aguilera, al descubrirles unos papeles de la Acción Católica. Asimismo, varios días antes del comienzo de la contienda, grupos de jóvenes de Acción Católica hacían turno ante las puertas de las iglesias para defenderlas de los incendios provocados, habituales en esos días. Durante dos semanas hicieron guardia ante la iglesia de San Andrés, hasta que, el 18 de julio, una turba disparó contra los defensores, asesinando a varios de ellos.
Muchas familias sufrieron también la pérdida de sus seres queridos a manos de los enemigos de la fe. Ejemplo de ello es el caso de Alfonso Muñoz Tejada, vecino de la calle Postas, donde regentaba una droguería y era conocido por socorrer a familias necesitadas. Al estallar la guerra civil, empleados de la propia droguería, así como de otra droguería cercana, lo denunciaron por ser católico practicante. Durante un tiempo permaneció escondido en la casa de una portera vecina, Lucía Guzmán, una buena cristiana, la cual dio testimonio a la esposa y a los hijos de que Alfonso pasaba largo tiempo en oración, y en momentos que podrían definirse como de éxtasis ofrecía su vida a Dios, haciendo diariamente la oración de preparación para la muerte. El 5 de noviembre de 1936, cuando se cumplían exactamente 25 años de su matrimonio, fue detenido por las milicias de CNT y FAI, y desapareció. Su hija mayor, Esperanza, salió una y otra vez a buscarle entre los muchos cadáveres que aparecían cada día en Madrid, sin encontrar rastro alguno de su padre. Al abrirse la investigación con vistas a la Causa de beatificación de quienes dieron su vida por Cristo en la diócesis de Madrid, se ha sabido que Alfonso Muñoz Tejada fue llevado, junto con otras víctimas, al zoológico del Retiro madrileño y echado a las fieras para morir entre sus dientes.
Una fe de catacumbas
Los que sobrevivieron al martirio vivieron en Madrid una fe de catacumbas. De muchos de ellos está documentada su vivencia en el Archivo Histórico Diocesano de Madrid. Don Félix Aguado, capellán del Cerro de los Ángeles, fue detenido y enviado a Madrid, y pasó por varias checas: «Sufrí un simulacro de fusilamiento durante diez horas. Estuve en la misma celda que el cura de Morata de Tajuña; nos absolvimos mutuamente, pero a él le soltaron y después le dieron muerte en Cibeles. Yo nunca negué mi condición sacerdotal, pudiendo atribuir tan sólo a la Providencia la salvación de mi vida. Durante este tiempo no cesé de ejercer mi ministerio. Me alisté como voluntario en el Grupo de Información de Artillería: mi labor fue enseñar las primeras letras a los analfabetos y procurar asistencia espiritual a muchos jóvenes buenos que por allí había, administrando incluso los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía».
Don Félix atestigua que mantuvo «constante comunicación» con José María García Lahiguera, figura clave del Madrid de las catacumbas, fundador de las Oblatas de Cristo Sacerdote, que fue obispo auxiliar de Madrid, obispo de Huelva y arzobispo de Valencia, y actualmente en proceso de beatificación. Director espiritual del Seminario de Madrid, realizó durante la guerra una ejemplar labor pastoral y articuló una red de ayuda a los sacerdotes y religiosos ocultos por todo Madrid. También organizó el culto en todo el territorio ocupado de la diócesis. Sobrevivió a varios registros y nunca ocultó su condición: «Soy sacerdote», reconocía siempre, sobreviviendo providencialmente a la persecución, y no amando tanto su vida que temiera la muerte. En aquellos años de tan arriesgada misión, reconocía «la satisfacción tan grande en que vivo, el gozo que habitualmente siento, que me hace exclamar muchas veces: ¡Estoy muy contento de estar aquí! Un día de éstos no lo cambio por un año de los pasados».
El Santísmo Sacramento como documentación
Otros sacerdotes, de entre tantos otros que se gastaron y se desgastaron en aquellos años, fueron Dimas Sigüenza, Félix Verdasco, Hermenegildo López, Cesáreo Barroso, san Josemaría Escrivá… De uno de ellos, don José Luis Peñuela, un grupo de fieles dio fe al obispo de cómo se comportó durante la guerra: «Se escondió en la Legación de Finlandia, allí trabajaba, predicaba y confesaba y celebraba diariamente la Santa Misa. El día del asalto, estuvo confesando en el cuarto de baño, animando a todos al martirio y entusiasmándolos con la idea de dar la sangre por Jesucristo. Estuvo escondido en una habitación oculta tras un aparador. Al lado se alojaban los milicianos, entre juergas y blasfemias. Pudo escapar y vivió sin domicilio fijo, llevando el Santísimo de casa en casa, consolando a las familias, celebrando en diversos sitios, administrando la Santa Unción. Preguntado por cómo se atrevía a ir por la calle sin documentación, respondía: Con el Santísimo tengo bastante. Muchas veces pedían la documentación a su lado, y a él no».
Acabada la contienda, la diócesis de Madrid realizó una encuesta a todos los sacerdotes supervivientes: en el apartado de Ocupaciones desde el 18 de julio, la mayoría indica escuetamente: Ejerció el ministerio. Fueron cerca de 600 los sacerdotes que sobrevivieron a la persecución; todos ellos trataron de ejercer su ministerio, en la medida de sus posibilidades. Algún sacerdote que convivía de incógnito junto a personas de izquierdas, de las cuales no les separaba más que una cortina, se levantaba de madrugada para celebrar la misa, en silencio, antes de que los demás se despertaran.
Entre las religiosas que lograron sobrevivir a la persecución, están las carmelitas del Cerro de los Ángeles, refugiadas en un piso de la calle Claudio Coello, 33. Desde allí, también ellas llevaban la Comunión a los que la requerían. Tenían el Santísimo reservado en una cajita de plata; allí rezaban y hacían turnos de vela día y noche, e incluso fabricaban el pan necesario para que se pudiera celebrar la Eucaristía en Madrid. Entre todas las religiosas ocultas en la capital, junto a mujeres de Acción Católica, llegaron a elaborar mil panes semanales durante la guerra. Y el Señor las iba ayudando en sus dificultades: se sabe de una comunidad de religiosas que tuvo que sufrir la muerte natural de algunas de ellas. Hasta que pudieron salir a enterrarlas, los cuerpos permanecían en casa oliendo a rosas.
Rezar era un delito
Por toda la ciudad había en casas particulares decenas de sagrarios clandestinos, hasta llegar a los dos centenares. En dichos domicilios se celebraba la Eucaristía, se hacía la reserva para la Adoración y se distribuía la Comunión por todo Madrid. Don Genaro Xavier Vallejos relata «yo tenía dos amigos escondidos en una pensión de la calle Larra; no tenían libros de rezo y llevaban meses sin comulgar. Una tarde, el más joven de los dos me enseñó una maqueta de un Escorial de cartón, y me dijo de súbito: Arrodíllate. Levantó la cúpula y sacó de su interior un pañito de hilo bordado. Él también se arrodilló. No hablamos más; sentí un escalofrío». Los meses siguientes tuvieron para él otro color: «Me traían al Señor desde entonces con relativa frecuencia, y algunos venían a comulgar a mi propia habitación. Yo, a mi vez, lo llevaba de casa en casa, oculto en un relojito de oro de doble tapa». Don Cesáreo Barroso le contó a José Luis Alfaya, autor de Como un río de fuego. Madrid 1936: A las doce de la mañana (del Jueves Santo de 1938), sube el portero de Hermosilla 55 y dice: ¿Qué pasa que han subido 96 personas y algunas mujeres con ramos de flores? Le invito a pasar y le conduzco hasta el Monumento. Al ver aquello, el portero se queda conmovido y con los brazos en cruz permanece durante media hora llorando ante el sagrario.
Al final de la guerra, las monjas escondidas en la calle Almendro 29 lloraban cuando se llevaron el Santísimo a la parroquia cercana.
Tras la guerra, el perdón
Pero con el final de la guerra no llegó la revancha, sino el perdón. Las fichas que rellenaron los sacerdotes que restauraron el culto debían dar fe de lo que se predicó el primer día, nada más concluir la guerra. Lejos de venganzas y de todo sentido justiciero, se puede leer: Prediqué sobre la resurrección y sobre la caridad que debemos tenernos mutuamente; De la misericordia y la caridad cristianas; Les hablé de que con Cristo está la vida, y fuera la desolación; El amor de Jesucristo a todos los hombres; El amor y el perdón a los enemigos.
Y las palabras se veían acompañadas de los hechos: el párroco de Campo Real, don Valentín Rodríguez, fue asesinado el 29 de julio de 1936. Al terminar la guerra, su sustituto, el sacerdote don Saturio Muñoz, refiere, en un informe al Arzobispado: «El Jueves Santo, visité a los detenidos del pueblo, entre los que se encontraban convictos y confesos los asesinos del párroco. Les hablé y, conmovidos, me despedí con un abrazo a todos y cada uno».
Don Genaro Xavier Vallejos hacía en los años de la posguerra una reflexión sincera: «Llegaba uno a pensar si no valían esos minutos los tres años de dolor. Ahora, a distancia, vueltas las cosas a la normalidad, piensa uno nostálgico si no era aquello lo más puro, lo más verdadero…».
El sábado 18 de julio de 1936, los seminaristas de Madrid tenían un retiro espiritual que tuvo que ser interrumpido por la agitación política que se acentuó en España en aquella fecha. Los formadores mandaron a los seminaristas a sus casas; uno de ellos contó que, al día siguiente, domingo, llamó por teléfono al Seminario para saber si iba a haber misa. Le contestó uno de los milicianos que lo habían ocupado: «Te vamos a escabechar».
La Guerra Civil se llevó consigo la vida de muchos seminaristas. En Madrid, está abierta la Causa de beatificación de 7 de ellos, junto a otros dos seminaristas de otras diócesis que estaban en la capital por esas fechas, y otros dos familiares que les acompañaron al martirio. Especialmente significativo es el martirio de Antonio Moralejo Fernández-Shaw. Según parece, intentó evitar la profanación del Santísimo de una iglesia, probablemente la del Carmen, en el centro de la ciudad. Tuvo que enfrentarse a los asaltantes, quienes descubrieron su condición de seminarista. Pocos días después, las denuncias de los milicianos hicieron que Antonio fuera detenido en su casa. Su padre, Liberato Moralejo, intentó impedirlo, y ante la insistencia de los que lo buscaban dijo que adonde fuera su hijo iría él también. Ambos fueron detenidos el 28 de septiembre, y el 7 o el 8 de noviembre fueron conducidos para ser asesinados en Paracuellos.