Touché, que dicen los franceses
Domingo de la 11ª semana de tiempo ordinario / Marcos 4, 26-34
Evangelio: Marcos 4, 26-34
En aquel tiempo, Jesús decía al gentío:
«El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Dijo también:
«¿Con qué compararemos el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.
Comentario
El capítulo cuarto del Evangelio de Marcos es conocido como el sermón de las parábolas. Comienza con la parábola del sembrador, que es la más larga de las tres que componen el capítulo, y lo completan las dos pequeñas parábolas del grano de trigo y la del grano de mostaza, que constituyen el Evangelio de este domingo.
El elemento de comparación de las dos parábolas es el Reino de Dios. En la primera parábola compara el Reino con el crecimiento gratuito, silencioso y progresivo de una semilla. Hay una referencia clara que destaca la gratuidad de la iniciativa que cuida de la semilla y que vela por su crecimiento. El Reino de Dios tiene en sí mismo una fuerza de crecimiento que lleva a la semilla hasta su plenitud. Me recuerda a esa afirmación paulina: «Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6). Es la gracia de Dios la que precede, realiza y consolida la obra buena. El principio generador del Reino nos permite confiar no en nuestras fuerzas, sino en la potencia divina que actúa en nosotros sosteniendo y guiando el crecimiento de la fe hasta llegar «al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 13). Por tanto, la fe consistiría en la acogida paulatina y gratuita de la iniciativa de Dios. Hay una segunda enseñanza en esta primera parábola. Frente a cualquier actitud de impaciencia o apresuramiento, el desarrollo del Reino tiene su ritmo propio que hay que aprender a respetar y acompañar con la misma paciencia con la que la semilla germina. Es lo que el Papa Francisco llama «pastoral de procesos» frente a una pastoral de actividades o momentos puntuales (cf. EG 223). «Se trata de generar procesos más que de dominar espacios» (AL 261).
En la segunda parábola Jesús también nos habla de una semilla, pero esta vez se pone el acento en su tamaño. Aquí asombra el contraste entre una realidad tan pequeña como es un grano de mostaza y el sorprendente resultado final. La semilla del Reino puede parecer frente a la necesidad de felicidad del corazón humano algo insignificante, sobre todo porque comienza de un modo muy humilde y sencillo. En el Evangelio encontramos muchos ejemplos de esto. La sencillez del relato del encuentro de Jesús con Juan y Andrés que termina con ese «hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41) o el encuentro con Zaqueo encaramado en un sicómoro que al final del relato hace afirmar a Jesús: «Hoy ha sido la salvación de esta casa» (Lc 19, 9). Se trata de una clara desproporción entre el comienzo de los acontecimientos y el resultado final. Así sigue pasando hoy. La humanidad ungida de la Iglesia se presenta ante el mundo como algo pequeño y aparentemente ineficaz frente al sentido de la vida, los problemas de la sociedad y el abismo del deseo humano. Pero cuando uno se topa con la humanidad de Cristo hoy, puede surgir esa diferencia de potencial que hace experimentar a la persona esa certeza de aquellos primeros discípulos. Por el modo en el que sucede parece algo insignificante, incluso algo casual, pero el impacto no te deja indiferente; touché, que dicen los franceses. A partir de este momento nuestra única responsabilidad es dejar espacio a esta excepcionalidad que ha sacudido nuestra modorra, dar crédito a lo que nuestro corazón testifica frente a cualquier escepticismo previo. Este es el comienzo de una historia que, si es secundada por la libertad a través del seguimiento, tiene la capacidad de crecer de tal manera que puede transformar la vida entera, haciendo a su vez que se convierta en lugar de encuentro para otros, como le pasa a la semilla de mostaza al convertirse en ese árbol que «echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra» (Mc 4, 32). La semilla de la fe lleva en sí misma el poder transformador de las realidades terrenas conforme al designio divino hasta que el Señor vuelva y lleve a plenitud la creación entera, cuyas primicias ya contemplamos.