Todos al belén
No es que la mula y el buey estén de sobra, es que hacen falta más animales en el belén: yo diría que todos debieran andarse por allí. Por eso los niños, que son los más listos, se llevan dinosaurios, antílopes y cebras a la arena del portal, para que no se pierdan al Niño. Cuenta Álvaro Cunqueiro que, entre los pesebristas italianos —después de que san Francisco hiciese el primer Nacimiento—, hubo muchas discusiones sobre si había de ponerse o no un brazo de mar en el pesebre, algo inaudito para un pueblo de interior. Entonces, uno de aquellos primeros franciscanos dijo que, «en el Nacimiento, debía aparecer il mondo nel suo ordine intero». Por tanto, quedaba sellada la decisión de que siempre apareciera el mar, con su familia de barcas. El mundo con toda su belleza cae de bruces, y en silencio, ante el portal.
Ésta es buena época para leer a Cunqueiro. Siempre es ocasión, pero como lo suyo es rondar y preparar con su genio el territorio de lo milagroso, pues mejor ahora, en Adviento. Los gallegos son gente nacida para la narrativa, y lo suyo deviene en gran medida de la oralidad. No sé donde leí a Torrente Ballester decir que los inviernos en las casas gallegas se hacían duros para los niños. El viento se colaba por las rendijas de las puertas, haciéndolas sonar como tubos de órgano. Al tiempo, la abuela contaba historias que tejía con los hilos de ese mismo viento. Por eso, cuando Cunqueiro se pone a escribir un villancico, le sale una fantasía que está en un tris de convertirse en milagro. El párroco de la iglesia de la Marina, de Lugo, le pidió una vez que escribiera un villancico para que lo cantara el coro de niños de la iglesia. La iglesia estaba «en la vecindad misma del mar»; vamos, que sus cimientos hacían propiamente de rompeolas. Y, como los chavales eran casi todos hijos de marineros, de gente más de mar que de tierra, se le ocurrió un asunto con el mar de testigo: San José tenía miedo / de que el Niño le saliese marinero, / y se le fuese un día por el mar / en un velero…
A Cunqueiro le enloquecía el mar. Ocho meses sin verlo le dejaban desmadejado y triste. Por eso, el mar en el belén era para él una especie de símbolo en el que entraban en peregrinación todos los habitantes de la costa gallega, dirigiéndose al portal a buen ritmo: «Y acaso uno de los marineros lleve en la mano diestra una caracola, para que, puesta en el oído del Niño, éste escuche cómo ronca el mar». Así que todos al belén; todo lo nacido, todo lo creado, camino del belén.