Todo un programa: Cristo - Alfa y Omega

Todo un programa: Cristo

Alfa y Omega
Benedicto XVI en la basílica de San Pablo extramuros, el lunes 25 de abril, bajo Cristo Pantocrator, en el impresionante mosaico del ábside.

Basta leer los titulares de buena parte de los medios de comunicación españoles —más cercanos al amarillismo que a la prensa seria de los demás países—, y basta echar un vistazo a nuestra realidad política y social —con proyectos legislativos destructivos de lo más radicalmente humano: la familia y la vida—, para comprobar en seguida el diagnóstico que ya hiciera san Pablo y que, en la mañana del pasado 18 de abril, en su homilía de la Misa Por la elección del Romano Pontífice, que presidía en la basílica del San Pedro como Decano del Colegio cardenalicio, a las puertas del Cónclave en el que, apenas 24 horas después, era elegido Papa, recordaba Joseph Ratzinger: ¡Cuántos son los «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina»! Y «¡cuántas modas del pensamiento…!», que no generan precisamente paz, ni alegría, ni esperanza, ni libertad. Basta comprobar la irritación que en no pocos ha producido la elección del nuevo Papa, en evidente contraste con la paz serena y la gozosa libertad, llena de una luminosa inteligencia, que éste irradia en todo momento.

«Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo, y que sólo deja como última medida el propio yo»: éste era el certero diagnóstico que, en la citada homilía, hacía Joseph Ratzinger de la cultura dominante en el mundo. Y añadía: «Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo». La vida entera del cardenal Decano, desde su bautismo, tan sólo cuatro horas después de nacer, el Sábado Santo de 1927, no ha dejado de proclamarlo. Como san Pablo: «Cristo es todo en todo y en todos». Una afirmación llena de la certeza de la experiencia de la fe, de la fe adulta —subrayaba el hoy ya Santo Padre Benedicto XVI—, la fe que ilumina la razón y sostiene la vida entera, pues está «profundamente arraigada en la amistad con Cristo». ¡He aquí la Piedra angular de la construcción del mundo, el Centro del cosmos y de la Historia! ¡Jesucristo! Con san Pablo también, nos estaba diciendo: «No quiero saber otra cosa que Jesucristo», y no quiero daros otra cosa que a Él.

Lo volvió a proclamar, al día siguiente, en su Mensaje a los cardenales, al final de la Misa que concelebraron con él en la Capilla Sixtina: «¡Tú eres Cristo!» Así se lo dijo a Él, a su amigo; no lo dijo como una palabra al viento. Tampoco era una fría palabra evocada del pasado, sino llena del calor de su Presencia viva, la que escuchaba a continuación: «¡Tú eres Pedro!» Se sabía, ciertamente, Pedro, y con esa clara conciencia podía decirles a los cardenales, con toda verdad, que es a Cristo, «en primer lugar, a quien renuevo mi adhesión total y confiada». He ahí todo su programa. «No será una fórmula lo que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!». Justamente eran estas mismas palabras del Grande Papa Juan Pablo II, en su Carta al comenzar el nuevo milenio, las que resonaban, de nuevo, en la Plaza de San Pedro. «Mi verdadero programa de gobierno —explicó con toda nitidez Benedicto XVI— es dejarme conducir por Cristo, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra Historia». No podía manifestarse mejor la potencia inagotable del Misterio hecho presente en Jesucristo.

Misterio: he aquí una palabra que ha dejado de sonar a nuestros oídos como lo hiciera a los de los primeros cristianos. Hablar hoy de misterio hace pensar en cosas oscuras e incomprensibles. En labios de san Pablo suscitaba todo lo contrario: una Luz tan esplendorosa, que no se agota nunca. Y por eso sabe siempre a nueva. Es la experiencia del nuevo Papa. En su homilía comenzó señalando la triple repetición de las Letanías de los santos en estos intensos días vividos en la Plaza de San Pedro. Todo lo contrario de un soniquete ya sabido. El canto de las Letanías —dijo— lo he oído «cada vez de un modo completamente singular», y añadiendo: «¡Como un gran consuelo!». Cuando nos mostraba el Misterio, ¡Jesucristo mismo!, una y otra vez, no estaba repitiendo algo que ya se sabe, que tiene su contorno limitado, que controlamos —y que, por tanto, no nos permite crecer ni tener esperanza—, sino que estaba dejando expandir más y más una Luz que todo lo llena, y lo desborda, de tal modo que, si nos dejamos iluminar —eso justamente es la fe—, crecemos en todo: en inteligencia, en alegría, en amor —¿no recuerda el mismo san Pablo que «el amor no pasa nunca»?—, en libertad…, en vida y vida en plenitud. ¿Cabe más humanísimo programa que éste de Benedicto XVI?

San Benito, bajo cuya protección ha puesto su pontificado, ya le marcó el camino, con la quintaesencia, el leitmotiv de su Regla: «No anteponer nada a Cristo». La tarea de la Iglesia, lógicamente, no puede ser otra —proclamó solemnemente Benedicto XVI en su primer mensaje tras su elección— que «volver a proponer al mundo la voz de Aquel que ha dicho: Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Al no anteponer nada a Cristo, lógicamente, todo se llena de Luz, ¡lo tenemos todo! Si no es así, nos quedamos sin nada. En la oscuridad. En la muerte. Por muchas luces artificiales y muchas fiestas engañosas que inventemos los hombres. Las novedades, las modas del mundo se hacen viejas enseguida; en cambio la Novedad que es Cristo llena de plenitud la vida.