Todo comienza con un encuentro humano
Domingo de la 2ª semana del tiempo ordinario / Juan 1, 35-42
Evangelio: Juan 1, 35-42
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
«Este es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
«¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron:
«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». Él les dijo:
«Venid y veréis».
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
«Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
«Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)».
Comentario
Todo comienza con un encuentro humano. Lo que en el Antiguo Testamento era una indicación, ahora es una identificación. «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). ¿Será verdad que este hombre es todo lo que esperábamos encontrar para que la vida se cumpla? «Venid y veréis» (Jn 1, 39). Dos premisas. «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38), es decir, si no os tomáis en serio el deseo de vuestro corazón en cada pensamiento, palabra y acción que realicéis no descubriréis quién soy. La respuesta florece en la tierra de la pasión por nuestra humanidad herida y necesitada. Esto significa estar atentos a lo que nos pasa, vernos en acción en nuestra experiencia cotidiana, no tener miedo a mirar lo que realmente emerge en nuestra interacción con los demás, en nuestros proyectos, ilusiones y esperanzas. En el trabajo, en el amor, cuando consigues lo que deseas y cuando no, cuando haces lo que te gusta o cuando te duele el alma. También con nuestros límites, tristezas y fracasos. Sin un compromiso leal y serio con lo que realmente experimentamos no estaremos en una disposición adecuada para captar la novedad absoluta que supone encontrarse con lo divino en lo humano. La pregunta de Jesús no es en absoluto banal, va a la línea de flotación de la acción donde emerge la persona. ¿Qué buscáis cuando os enamoráis? ¿Qué echas de menos cuando lo tienes todo? Es verdad, como dice Rilke, que todo conspira para acallar y anestesiar este emerger de nuestra humanidad; sin embargo, no nos faltan ocasiones donde la realidad nos sacude con más fuerza, sacándonos, aunque sea durante un segundo, de nuestro sopor. O vemos como hay personas, cada vez más, que ponen palabras, imágenes, música a nuestra experiencia, sacando a pasear su corazón así como está, sin camuflajes ni maquillajes, como la canción What was I made for? de Billie Eilish.
Segunda premisa. «¿Dónde vives?» (Jn 1, 38), es decir, sabemos que si no vamos hasta el fondo contigo, si no compartimos la vida, el tiempo y el espacio, sin prisas, sin pretensiones, sin prejuicios, nunca sabremos si eres lo que hemos esperado desde antiguo y anunciado por los profetas —que para ellos era lo mismo que decir «el Mesías»—. El compromiso en la verificación de lo encontrado es la segunda premisa que nos lleva a la profesión de fe. No se puede hacer a distancia, ni física ni afectiva. No involucrarse no es una opción. Solo en la urdimbre de la cotidianidad del vivir se descubre el valor de una relación. Y entonces la pregunta se hace inevitable, ¿quién es este hombre? Es la aventura de la verificación, donde razón, afecto y libertad se ponen en juego por completo. «Entonces fueron y vieron donde vivía; y se quedaron con Él aquel día» (Jn 1, 39). Es la forma bíblica de indicar una prolongación en el tiempo sin la cual no es posible la certeza.
«Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41). Se trata de un encuentro humano donde se desvela una excepcionalidad, una diferencia palpable en comparación con todo lo conocido hasta ese momento. Es la autoridad de aquel que con sus gestos y palabras despierta y conquista el deseo humano, llevándolo a su plenitud. El hombre contempla con asombro la posibilidad real de que la vida encuentre su sentido pleno en la historia. «El pueblo entero estaba pendiente de sus labios» (Lc 19, 48) y «quedaban asombrados» (Lc 4, 36). Es una correspondencia indudable entre sus palabras y gestos y el deseo de felicidad del corazón humano. «Quédate con nosotros […] ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?» (Lc 24, 29. 32). Es inconfundible, emerge el deseo de estar con esa persona que nos topamos en el camino —en el mercado, en el metro, en el trabajo…—, volver a verle, escucharle, mirarle. Tan inconfundible que el joven Juan después de muchos años se acuerda de la hora. «Era la hora décima» (Jn 1, 39). Solamente siendo leal a lo que tengo delante, en esa comparación continua con el deseo de felicidad (primera premisa) y una convivencia adecuada (segunda premisa) puede florecer la fe, el reconocimiento de lo divino en lo humano.
Están todos los elementos necesarios: deseo, vida, tiempo, espacio, razón, afecto, historia, asombro, libertad, correspondencia, lo humano y lo divino. Este será el paradigma de todo encuentro al que siempre mirar. Toda la vida a partir de este momento será un volver una y otra vez a estos elementos, viendo cómo se actualizan y se renuevan en las circunstancias presentes.