Cada vez que Mercedes Milá nos manda callar para anunciarnos el advenimiento de Gran Hermano 16, yo le hago caso y apago la tele. Sé que no soy el único. El problema es que, como en el microcuento de Monterroso, cuando al cabo de unas horas o de unos días, vuelvo a encenderla, el dinosaurio —me refiero al programa en sí, no a ninguna persona que por él transite— todavía está por allí, luchando contra la extinción con uñas y audiencias.
Claro que la tensión es a veces la inversa, y cuando un programa me engancha, y hasta consigue el milagro de que la familia se arracime en torno a la pantalla, enciendo el aparato, o el dispositivo móvil, con una pizca de desasosiego, no nos vayan a haber dejado a medias y clausurado el serial.
Somos conscientes de que, salvo Toy Story 3, segundas, terceras o decimosextas partes normalmente son peores que la primera, pero ahí seguimos fieles, aferrados a los fogones de Máster Chef o a las sillas giratorias de La Voz Kids 2. Esos aprendices de brujo y de cocina, esas pequeñas voces se han metido en nuestras vidas irremediablemente: todas las voces, las de sus familias, sus sonrisas y lágrimas, los gozos del don y del esfuerzo, y también las exhibiciones impúdicas de los padres que quieren que su hijo sea el Joselito del siglo XXI.
Ahora lo llaman talent, antes, hace mucho, era Gente Joven, y lo echa Telecinco, la misma del ojo que todo lo ve, los lunes a las diez de la noche. Mis hijos se enchufan el viernes en Boing, que es un día más prudente para estirar la hora de irse a dormir, o lo van viendo entre semana, a la carta, con las múltiples posibilidades que otorga la smart tv. Disfrutan con el show, imitan todas las voces: la de María Parrado, El Balilla, Lily, Carmen o Javier, y yo, casi siempre les acompaño en el sueño. Solo a veces, me despierta la pesadilla de Bisbal, Rosarillo o Jesús Vázquez invitándome a La Voz 16 y, entonces, no lo puedo evitar, por muy bien que suene, apago la tele.