En pleno auge del documental como formato alternativo a la ficción en las series, The Last Dance ha arrasado durante los meses más crudos de la pandemia con una suerte de biopic sobre Michael Jordan. Ahora que, con la muerte de Maradona, volvemos al debate sobre los ídolos de barro y la necesaria coherencia vital que debe existir entre el genio en la pista y el ser humano que también juega fuera de ella, es un buen momento para ver esta entretenidísima miniserie, de diez capítulos, producida por Netflix y la cadena americana de deportes ESPN.
Corría el otoño de 1997 y Michael Jordan y los Chicago Bulls permitieron que un equipo de filmación los siguiera en su periplo por alcanzar el sexto anillo de la NBA. El resultado es un producto audiovisual más que notable, que reconoce a la leyenda sin caer en el panegírico, con una documentación amplia y una cadencia narrativa que mantiene interés hasta el final.
Gustará especialmente a los que somos de la generación EGB y apasionados por el deporte, en general, y por el baloncesto americano en particular. Y resultará al menos curioso, y puede servir incluso como el pretexto para el diálogo con adolescentes, a los jóvenes que hoy admiran, entre otros, a LeBron James, James Harden, Luka Doncic o a los hermanos Gasol. Les sorprenderán cosas de aquellos maravillosos años, no tan lejanos en el tiempo, y desde los que parece haber pasado, en muchos aspectos, más de un siglo.
Michael Jordan era una máquina de ganar, un portento de la naturaleza que tenía siempre entre ceja y ceja el triunfo deportivo. Este baile postrero que nos presenta la miniserie es una ocasión estupenda para reconocerle sus luces y poner sobre la mesa la cuestión de si, por muchos puntos que anotemos, no estaremos llamados a mirar hacia un lugar que se sitúa algo más arriba de la canasta.