Hace unos días pude escuchar en EncuentroMadrid al filósofo francés Fabrice Hadjadj una preciosa reflexión sobre la relación entre la paternidad, el trabajo y la esperanza. ¿Por qué dar la vida a un mortal sabiendo que el futuro es incierto, que puede ser infeliz, que tal vez se convierta en malvado…? A diferencia de los animales, los humanos necesitamos una razón para dar la vida. «¿Por qué tengo hijos?», se preguntó Hadjadj. Porque, aunque todo fuera destruido, existe la perspectiva de la vida eterna, del Reino de Dios, y aunque nuestros trabajos pueden parecernos vanos porque los acecha la muerte, los gestos de amor tienen un valor eterno.
Este intelectual de familia judía originaria de Túnez, converso al catolicismo tras su inmersión en la escuela republicana y en el clima familiar de extrema izquierda, afirma la necesidad de «mirar al cielo sin huir de la tierra», porque estamos llamados (desde Adán y Eva) a obrar en esta tierra, a cultivarla, a cuidar la vida. «Aunque parezca que estamos en un callejón sin salida, aunque parezca que nos vamos a ahogar, tengo hijos porque creo en el Reino, y la historia se puede siempre reabrir… quizás uno de esos hijos puede abrir un camino, como hizo Moisés en el mar Rojo, para que el pueblo pasara sin mojarse».
En el lenguaje de la tradición cristiana, esto se llama «esperanza». Como decía el gran poeta Charles Péguy, la esperanza es como una niña cogida de la mano de sus hermanas mayores, la fe y la caridad. La esperanza articula el cielo y la tierra, permite, por un lado, no huir de este mundo pese a todos los desastres del pasado y las incertidumbres del futuro, y por otro, trabajar con la perspectiva de la eternidad.
Por eso la esperanza es como una juventud que no se agota. Nuestros análisis y las circunstancias pueden ofrecer muchos motivos para el desaliento, pero frente a quienes se dan a la fuga de tantas formas, los cristianos seguimos construyendo. De nuevo Hadjadj: «Aunque mañana muramos, trabajamos, tenemos hijos… porque la vida eterna está ante nuestros ojos». Quizás es otra forma de decir que los cristianos somos, pese a todo, la sal de la tierra.