Necesitaba Televisión Española un programa como Prodigios. En horas bajas de audiencia, y con el cuestionamiento habitual, gobierne quien gobierne, por la tentación de usar de forma partidista lo que es de todos, necesitaba un poco de aire fresco y de indiscutible servicio público, que no hubiera que ir a buscar a deshoras y en La 2. Tal vez por eso, y buscando el efecto arrastre de la selección española de fútbol, ha estrenado este pasado sábado, en el prime time de La 1, Prodigios, un talent show de niños, para toda la familia, que no es exactamente como los demás. No ha habido casting. Aquí los que llegan están ya todo lo consagrados que los 12 años pueden permitir, porque están sacados de entre los mejores de academias y conservatorios de España. Niños que tocan el piano maravillosamente, que hacen danza clásica como los ángeles o que se atreven con el Nessum Dorma de Puccini. Televisión hecha con buen gusto, lanzada desde el magnífico Auditorio Miguel Delibes, de Valladolid, con Ainhoa Arteta, Nacho Duato y Andrés Salado en el jurado, y con Boris Izaguirre como maestro de ceremonias. No dará los índices de audiencia de Operación Triunfo porque es de esperar que aquí no jueguen con las artimañas de un Gran Hermano cualquiera, ni porque tampoco parece probable que, a Dios gracias, estos niños-prodigio vayan a despertar un imparable fenómeno fan.
Le falta, tal vez, ajustar los engranajes y quitarse los encorsetamientos propios del estreno. Necesita una pizca más de ritmo, que no es incompatible con mostrarnos la belleza de las artes clásicas (en su día lo hicieron, de muy diferente forma, Fernando Argenta o Ara Malikian), y necesita que nos vayamos haciendo a un Boris que poco tiene que ver con el histriónico personaje que se subía a las mesas y se quitaba la ropa en Crónicas Marcianas. En el estigma lleva la penitencia, pero, ahora sí, hay que alabarle el gusto y celebrar que al menos su camino haya ido de la telebasura a la delicatesen, y no a la inversa. No todos pueden decir lo mismo.